18.4.13

Capítulo XXII (Parte II).


Se trataba de un viejo edificio cuadrado de ladrillos sucios, con una pequeña puerta de madera oscurecida por un caldo de lluvia y años de la que colgaba una oxidada argolla, y dos ventanucos en la segunda planta. Junto a la puerta, en un corroído letrero de bronce se podía leer “TEATRO MÁGICO” y debajo una breve e ilegible frase.

         Entré sin llamar, es una mala costumbre que he cogido no sé dónde. Todo aquel teatro era una gran sala diáfana, con unos cuantos bancos apostados junto a las paredes y un gran espacio central donde bailoteaban un puñado de actores y artistas de circo, y las paredes estaban pintadas a rayas rojas y azules, como en mi sueño, digo en mi suelo, lo que me hizo pensar que quizás estuviese frente a una sincronía del Universo que se había manifestado a través de mí pero al revés, o tal vez algo del Destino o algo así, pero supongo que no fue más que una bonita coincidencia.

         Definitivamente, aquí no vendían lámparas, por lo que decidí dar descanso al traqueteo de mis zapatos y sentarme un rato para disfrutar del ensayo o lo que quiera que fuera aquello que hacían los artistas.

         Me quedé asombrado con el equilibrio del pequeño Phillipe allá arriba, sobre una cuerda de guitarra tocando la nota Mi, muda, con la mirada estrábica, absorta, ignorante de la gravedad. Me deleité con los malabares de Éloi el chile, que se atrevía hasta con sables en llamas, incluso sobre un monociclo chirriante. Más allá un coro canturreaba una extraña canción que jamás había oído, el tipo de canción que susurra el viento cuando, después del fulminante ronquido de un viejo volcán escupe fuegos, una brizna de hierba brota de entre el tiznado hollín como una verde lengua de vida que escapa de su prisión de azabache. En otro rincón, unos cuantos actores ensayaban una obra inspirada en Don Quijote, lo que más me gustó fue Rocinante, reducido a un calcetín lleno de paja con dos grandes botones negros por ojos, una crin de lana y un palo de escoba por cuerpo, aunque visto así quizá sea un poco triste; y un poco más a la izquierda, un forzudo levantaba con una mano una escalera sobre la que se sostenía una muchacha mientras que con la otra hacía pasar a un perro pintado de tigre por un aro luminoso que apenas parecía estar caliente.

         Pero lo que más me llamó la atención de todo aquello, lo que atrapó con un anzuelo invisible a mi pupila, fue aquella muchacha, su corta melena del color del melocotón y sus infinitos ojos verdes, su piel dorada sembrada de delicadas pecas que se iluminaban con cada sonrisa de sus labios, toda ella despedía una especie de electricidad o algo parecido que hacía que me temblase todo el cuerpo, mis orejas enrojecieran y el pelo del cogote se me erizase. Como si una tierna voz aquí dentro o tal vez de fuera me tararease la pacífica melodía de la calma ancestral.

         —Esa sensación llámase rubor que, como el atún, es más viejo que el fuego —dijo un viejo que había aparecido junto a mí como por arte de magia— ¿Cómo te llamas? —preguntó
         —Alonzo —respondí automáticamente, sin tiempo para sorprenderme.
         —Bien, bien —hablaba con una voz paulatina y leve, casi como si las palabras le salieran en una acompasada exhalación de algún sitio dentro del pecho— ¿Y qué haces aquí? —continuó— La función no empieza hasta las ocho.
         —Son ya las ocho y veintidós —contesté tras mirar mi reloj de pulsera con correa de piel de llama. El viejo se rió, enseñando una dentadura toda de madera.
         —¡Pero si la actuación es por la noche y apenas acabamos de desayunarnos las tostadas con café! —consiguió decir finalmente entre carcajadas.
         —Ah —suspiré yo—, pues entonces me marcho, hasta luego.
         —¡No, no, no! —gritó el viejo— ¡Espera un momento! ¿Tú no estarás buscando empleo, verdad?
         —En realidad yo sólo buscaba una lámpara —dije—, pero…
         —Pero te has enamorado ¿verdad?
         —Puede que un poquitín —solté con una risita y haciendo un ademán con la mano como sosteniendo un pelo imaginario entre el índice y el pulgar.
         —Pues vamos, te enseñaré tus tareas —sentenció mientras señalaba con el cuello hacia unas cortinas que había en la esquina al tiempo que guiñaba un ojo con expresión cómplice.

         Aquel viejo llamábase Melquíades Quismondo, aunque todo el mundo le llamaba Melquíades, y era el director del Teatro Mágico. De él se decía que tenía más de cien años, cosa que concordaba con su arrugada piel del color de las aceitunas y con sus pálidos ojos tan profundos como el gran saco de sabiduría envuelto en mantas de colores que era él mismo.

         Me condujo hasta las cortinas coloradas de terciopelo de imitación y, tras ellas, di con una descomunal estantería que llegaba hasta el techo, toda llena de cajas de todos los tamaños, cajas y más cajas de cartón y de madera, incluso cajas hechas con terrones de azúcar y pesados baúles forrados de piel de cebra. Había tantas cajas que fácilmente podían contener entre todas al menos una muestra de cada cosa que hubiera sobre la tierra y parte de sus adentros, hasta una pequeña muestra de nube y otra pequeña muestra de arcoíris y esas cosas.

         Pero lo que contenían esas cajas, me dijo Melquíades, eran cientos de cachivaches y artilugios científicos y ropas extrañas como disfraces y baratijas y amuletos que había ido recopilando en sus viajes por las dos caras de la moneda terráquea y que, según me indicó, yo debía ordenar.

         —¿Cómo lo hago? —titubeé.
         —Como tú veas —respondió afablemente— Hay tantas cosas fabulosas aquí amontonadas que ya apenas las recuerdo todas. Por ahí debe de haber una pareja de espejos que le compré a un árabe que los había fabricado para, puestos uno frente al otro, poder ver el reflejo de Dios entre ellos.
         —¿Y qué vio? —pregunté entonces, intrigado.
         —Nada. Bueno, y todo. Vio de todo menos a Dios. Vio cosas pequeñísimas que parecían esferas eléctricas zumbando todo el rato, pero no a Dios.
         —Vaya.
         —¿Y qué me dices de este catalejo mágico? —siguió diciendo animadamente mientras me tendía un rollo de cartón.
         —Pues parece un rollo de cartón —contesté decepcionado.
         —¡Pero no lo sostengas así! —exclamó— ¡Mira a través de él!

         Y al mirar por aquel cilindro acartonado no pude ver más que a la muchacha al otro lado de la estancia.

         —¿Has visto, Alonzo? ¡Es un catalejo mágico! ¡Tiene la cualidad de centrar nuestra despistada mirada únicamente en aquello que queramos ver!
         —¡Es cierto, increíble! —proferí entusiasmado, aún con ese tal rubor tras las orejas— ¿Y qué hay de todos estos libros? —pregunté mientras sacaba una caja de su estante.
         —¡Ay, Alonzo! —suspiró Melquíades— Has de tener especial cariño y cuidado con los libros, pues albergan antiguas historias que no deben ser olvidadas. Ricardo Corazón de León, que se llama igual que el rey pero no es el mismo, dijo una vez con su profunda voz que los libros le enseñaron a pensar, y el pensamiento le hizo libre ¡Se encuentran cosas maravillosas en estos manojos de páginas encuadernadas!
         —Está bien —asentí— ¿Sabe, señor Melquíades? —continué— Yo antes vivía en otro lugar, y mi vida era comer, dormir y trabajar. No es que me sintiera triste con todo aquello, tal vez sí, pero el problema es que no sentía absolutamente nada. Toda mi vida se reducía a las volteretas de las agujas del reloj, que son volteretas harto tediosas cuando no tienes tiempo ni para subirte un poco los calcetines entre escalón y escalón. Ahora —proseguí— he dejado todo eso para vivir y pensar, y, cuanto más observo el mundo y más pienso sobre él, más loco me parece, todo lleno de serpentinas y desorden y galimatías y cosas feas y malas y también gente buena que se asusta en todo ese caos de la anarquía de las pompas de jabón.
         —Ay, Alonzo —me dijo Melquíades mientras apoyaba su tibia mano sobre mi hombro—, el mundo no puede dejar de sorprendernos nunca porque está en su naturaleza. Cada uno ha de ser lo que es, y el mundo no es coherente. La gente toma decisiones distintas y los rayos caen donde menos te los esperas.
         —Hablando de rayos —dije, al ver la densa y oscura nube que dejaba ver uno de los ventanucos de arriba—, se avecina tormenta.

         Y, aunque no lo crean, justo en ese mismo instante, hubo un fugaz destello seguido de un ensordecedor estallido que se perpetuó aquí en mi sesera durante un rato vestido de silbido átono. Supongo que había sido otra inesperada coincidencia.

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