Cuando era un
niño solía pensar de debajo de la bañera vivía un gruñón. No es que se quejara
o protestara por cualquier cosa, simplemente vivía ahí debajo, a su aire, y se
molestaba cuando, después de mis batallas navales en miniatura y mi chapuzón diario,
mi mamá quitaba el tapón y mi diminuto océano se derramaba por las cañerías y
anegaba su ya de por sí húmeda guarida mientras él rugía entre gárgaras con
enojo.
Y ahora, que
ya no hay beligerantes navíos ni inmersiones higiénicas, que solamente me quedo
de pie bajo la tibia lluvia de la alcachofa, me doy cuenta de que echo de menos
al empapado gruñón de debajo de la bañera que me daba tanto miedo. Incluso a
veces me agacho y acerco el oído al desagüe hasta el yunque o casi el estribo
para ver si oigo una respiración ronca o un pulso acuoso.
Tal vez sólo
sea que está de viaje, o que se haya acostumbrado ya a vivir calado hasta los
huesos, pero de veras que me tiene preocupado.
1 comentario:
Nunca se me habría ocurrido que gruñón se resguardaba allí, espero que no se haya ahogado.
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