31.10.20

Molar.

Me cago en mis muelas. Tengo el juicio podrido y sarro sarroso en las coronas. Calzo miasmas en las comisuras de mi bocaza y me apesta el aliento, pero mal. Espero en la sala del dientista a que me llegue el turno de ser devorado. A mi izquierda, un quídam con bisoñé ojea una revista pornográfica de rarezas de lo más perturbadora y percibo su bragueta humedecida. A mi otra izquierda, una tipa fea como un simposio de liendres se hurga las encías como si buscara el interruptor de autodestrucción que acabe con ella. A mi otra izquierda no hay nadie sentado, pero, a su lado, el general Otto Von Bismark se acicala el esfínter que ocultaba su pickelhaube prusiano, ahora en su regazo de tres piernas. Por megafonía cantan mi nombre: Toca huir. Pongo los pies en polvo rosa y, claro, de primeras me resbalo, pero al segundo intento ya emprendo la escapada. A mi paso sale un enano de dos metros con coraza enarbolando un martillo hidráulico y un estuche de rotuladores Carioca® al que le faltan los colores primos. Lo esquivo y salto por encima del mostrador para caer de lleno en una bañadera infame de grosella templada. No pasa nada. La voz mecánica del interfono reitera la llamada. Me salgo, olvidando las chancletas, y me abrigo con el albornoz de felpa que me alcanza una sepia con gafas opacas. Le digo: “Vaya, aquí la comida es realmente terrible”, y el otro me ignora y se escabulle por ahí. Por la ventana aparece entonces un cuarteto de cuerda sarajevita, que me dispara proyectiles de cerumen con sus oboes y clarinetes haciendo las veces de cerbatanas. Golpeo al primero con el puño abierto entre los ojos y al segundo le regalo un guantazo a mano vuelta. Ambos se quejan de lo lindo y lo ominoso, pero yo obvio todo eso y me ensaño con el tercero, arrancándole los botones del chaleco de pana uno a uno mientras una desbandada de bugres y plantígrados se le salen por la tráquea. Después de un rato, ya con los nudillos tumefactos y una melodía feísima pegada en el tarareo, me giro y descubro que estoy en medio de un casamiento, y no sólo eso: Yo soy el novio, yo soy el párroco, yo soy el daguerrotipista y también el resto de los asistentes por descontado. Levanto el velo bleige de la novia, que también soy yo, y esta me devuelve mi propia sonrisa sin incisivos ni de arriba ni de abajo. Me cago en mis muertos entonces y le suelto un cabezazo que yo mismo también sufro. Otra vez: Me despierto en lo alto de un edificio de oficinas y ladrillos y cemento con muchas escaleras hacia lo alto que no llegan a ningún lado y aún así, como siento que ya vienen a agarrarme, me encaramo y subo. Desde arriba distingo mi propio vértigo y me digo: “Oye, tú, como te caigas te vas a convertir en un charco en el suelo”. Y así se me escurre el pie en el escalón de alabastro y me precipito al vano y me hago charco. Otra vez: Espero en la sala del peloquero, en una silla incomodísima, de solo dos patas, y me pregunta con un cartabón sobre la cabeza que si necesito las esdrújulas para algo concreto. Me escapo. Se me aferran unas manos al lomo y trato de zafarme. Paso por delante de los columpios y hago un alto para deslizarme por el tobogán. Al final me espera un escualo cartilaginoso con las fauces abiertas en un ángulo obtuso y, como no puedo desviar mi trayectoria, ni practicar ningún tipo de parábola o estratagema, intento transfigurarme en un ácido correoso o en cualquier otra sustancia que neutralice a mis enemigos, pero solo consigo metamorfosearme en pelusa umbilical y así atravieso el tracto digestivo de la bestia oceánica para salir por su ano caldoso trasformado en guano de pez. Recobro mi figura original sin mucho esfuerzo, aunque olvidándome de las cejas, y vuelvo a la sala del dientista. Me lo encuentro talando una araucaria que le había brotado en el enchufe del instrumental y aprovecho que tiene las manos ocupadísimas para desgarrarle el cuello en dos antiestéticas mitades con la llave del buzón y salir de ahí por ancas. Me topo de nuevo con el enano de dos metros. Ahora gasta una cara feísima y me apunta con una ballesta fabricada con los trozos de una ballesta más grande. Le digo: “¡Cuidado, tras de ti!”. Y de detrás del enano de dos metros aparece un enano de tres metros que se lo zampa tal que así. Sigo huyendo, tropezándome con los dientes dientes dientes que se me van cayendo de la boca y estos rebotan y se esparcen por el piso como canicas perladas. Al fondo del pasillo un viejo bosquimano en su iglú pesca con caña en la lámpara de araña barroca del techo. No pican. Sigo corriendo. Otro dientista diferente al de antes me persecute haciendo chirriar una pulidora terrible. Se apaga la luz. Ahora solo veo el negro negro negro y unos colmillos espléndidos que sonríen sin labios. Entonces me cago encima y un reguero tibio arroya por mis piernas hacia los calcetines. Vuelve la luz. Un cinocéfalo papión se mastica sus propios pezones. Vuelve la luz. En un tablado en damero hay cien científicos por cada mil militares. Vuelve la luz. Me caigo caigo caigo por el agujero de mis caries particulares. Intento asirme a algo, pero los restos del desayuno de café y cigarro se deshacen entre mis dedos de corchopán y caigo caigo caigo por un orificio sin fondo. Llego al fondo. No hay nada de nada de nada, solo cal y sal, y cosas que riman con rorcual. Miro arriba, trascendental, más allá del cielo de la boca, justo encima del paladar y ahí mismo me encuentro otra vez esperando esperando esperando en la sala del dientista y me cago en mis muelas entonces.

12.10.20

Cuentos de la taberna del Cuervo Blanco: Resistencia pasota.


               Se llega al Cuervo Blanco de manera inesperada, a través de una de esas callejas anónimas que sólo se pisan por la noche, cuando está oscuro. De todas las tascas, fondas y cantinas de la ciudad, la taberna del Cuervo Blanco podría ser, sin lugar a duda, la más peculiar; y es que no hay cierta forma de encontrarla y uno aparece ahí sin más y sin saber muy bien por dónde se ha venido.

               Es el caso de nuestro humilde protagonista, un tal Panmuphle, que pasó por el Cuervo Blanco una tórrida noche de mayo con un agudísimo dolor en la tripa y la ineludible, contingente y necesaria urgencia de cagar.

               La situación es la siguiente: Un apurado Panmuphle atraviesa el umbral de la entrada con evidente prisa y una campanilla delatora instalada estratégicamente anuncia su llegada. Mohandas, amo y señor de la barra, levanta la mirada y saluda con media ceja y un áspero gruñido. Panmuphle, por su parte, solicita una cerveza individual con la que comprar el derecho a usar el retrete, al tiempo que una gélida gota de sudor le resbala por la espalda, y Mohandas, dadivoso por esta vez, le sirve con parsimonia una botella de Amarillo medio fresca. “No tardes”, le advierte al tal Panmuphle, “Chapo en cero coma”. “Vale, descuida”, responde el otro, “El uvecé al fondo, ¿verdad?”. “No”, dice Mo, “Por ahí abajo”. Y acciona una palanca que abre una trampilla oculta junto a la barra que lleva a un tenebroso conducto con unas escalerillas de babosa bajo un cartel con letras grandes que pone: “El peor baño de Escocia”. Y va Panmuphle y se mete por ahí.

               Al final del angosto pasillo, Panmuphle se topa con un tipo semigenuflexo que se sujeta la bragadura con ambas manos y otro en la misma posición, pero un tanto más calvo que el primero y sin manos. Tras la carcomida puerta se oye el inconfundible Chorro Musical, largo y tendido, como un ruido blanco y líquido. Panmuphle se coloca a la cola y pregunta: “¿Esperan Uds.?”. El menos calvo contesta: “No, solo hemos venido a revisar el contador”.  El otro eructa en do bemol. “Vale, vale”, se justifica Panmuphle, “Es que calzo una alerta fecal de lo más perentoria, un código siete en la escala de Bristol, más o menos”.  “El truco”, dice el mitad calvo mitad no, “Consiste en practicar un ejercicio de obturación esfintérica posterior”, y añade: “Como en aquella canción de Juan Lenin, Campos de calabazas para siempre, que, por si no lo sabes está inspirada en la Batalla de Mohács”.

               Y así, sin esperar respuesta de nadie alrededor, el alopécico parcial comienza su relato:

               «Esta historia me la contó mi viejo compinche H. Purvis, en una tarde de total vagabundaje por la comarca de Estramonia, bajo un sol funesto. Resulta que, en la aldea húngara de Mohács, a orillas del Danubio, durante el dulce siglo dieciséis, aconteció un suceso de lo más particular. Los turcos avanzaban por la llanura de Panonia con el propósito de tomar Viena, atraídos por el pujante prestigio de la tarta Sacher (de sobra es conocida la devoción de los otomanos por la mermelada de albaricoque; les pirra). Y en Mohács, sabedores de la inminente llegada de los osmanlíes, decidieron prepararse para el asedio.

               »Fue el húsar Faszfej quien, tras agotar todas sus reservas de palinka, trazó la estrategia a seguir: Se vestirían todos a la moda turca, con turbantes, babuchas y todo eso; y se harían pasar por hostigadores de avanzadilla asegurando, cuando llegaran las tropas otomanas, que ya habían tomado la aldea para evitar así una masacre que, francamente, les venía fatal en pleno agosto. Era un plan infalible».

               “¿Y qué pasó?”, musita Panmuphle, al borde del rebose. “Pues que todo fue relativamente bien, hasta que empezó a ir relativamente mal.” (Pausa dramática. De fondo, el Chorro Musical).

               «A pesar de que las falsas ropas que vistieron para confundir a los turcos se veían rematadamente desfasadas, el engaño surtió efecto. Pero con tan mala fortuna, que tuvieron que tomar parte en el saqueo de sus propias casas, y la aldea quedó reducida a un solarón humeante y lleno de escombros. “Por lo menos salvamos el pellejo”, se justificó Faszfej ante sus vecinos, un poco cabreadísimos. Sin embargo, se vieron abocados por orden del sultán a engrosar las filas turcas y participar también en el sitio de Viena; y ya de ahí, los que no fueron muertos en combate tuvieron que ejecutar una huida hacia delante y mantener la farsa por el resto de sus vidas, mudándose a la Anatolia con el resto del ejército turco. Y desde luego que nadie en su sano juicio quiere vivir en la Anatolia».

               El calvo completo eructa de nuevo, simulando el canto de cortejo de la foca monje, y Panmuphle masculla: “Ya, pero ¿qué tiene que ver todo eso con mi diarrea insatisfecha?”. A lo que el a tercios pelado responde: “¡Resistencia pasota, querido desconocido! ¡Como en las trincheras de Mulhouse!”.

               «Esto ocurrió nada más comenzar la Gran Guerra, en Alsacia. Franceses y alemanes se habían pasado días enteros cavando las trincheras y acondicionándolas al gusto de cada uno (se registraron transcendentales disputas en torno al color de las cortinas), cuando, sin previo aviso, se ordenó la ofensiva mutua y empezó el fuego de mortero condimentado con gas mostaza. Esto lo sé porque me lo contó H. Purvis un día que estábamos hablando de cosas así. El caso es que, en el bando francés, el teniente coronel al mando, Fransuá Salaud, era un auténtico cobarde, al igual que su homólogo alemán, un tal Friedrich Hosenscheißer; y ya en los prolegómenos de la beligerancia se mostraban francamente reacios a entablar toda clase de combate, por no ser ninguno de los dos especialmente duchos en el uso del fusil, y no digamos ya en el de la bayoneta. Pero a ambos (y esto es una concomitancia más que no deja de sorprender a cuantos historiadores estudiaran esta contienda hasta la fecha) el uniforme les sentaba fabuloso.

               »Total, que en el momento de acometer el ataque, Fransuá tuvo una suerte de epifanía, una revelación magnífica, y mandó a su regimiento que se hicieran los cadáveres y no movieran ni un solo músculo, ni dispararan medio tiro, ni nada de nada; con la intención peregrina de que los alemanes se aburrieran y se volvieran a sus casas a comer chucrut o lo que quiera que hagan los alemanes en tiempos de paz. Una estratagema arriesgada, desde luego, pero tampoco descabellada del todo».

               “Y que lo digas”, dice el recalvorota, “Si a mi capitán se le hubiera ocurrido eso mismo en Vietnam, yo aún podría morderme las uñas”. A Panmuphle se le escapa un pedo acuoso y protesta: “¡Vaya milonga! ¡Y ahora dirás que justo así fue como se ganó la guerra!”. El Chorro Musical, al otro lado, se mantiene impertérrito y perpetuo. “Para nada, las guerras siempre se pierden”, contesta el pocopelo, “Pero justo esta conflagración en particular quedó en empate técnico, y es que Hosenscheißer, en un arrebato de tendencia afrancesada, tuvo exactamente la misma idea y, hasta donde yo sé, ahí que siguen ambos bandos, cultivando moho mientras aguardan a que el contrario se largue”, y añadió, “O eso, o bien saltaron por los aires convirtiéndose en agujeros”.

               Es entonces que la cabeza invertida de Mohandas asoma por la trampilla del techo y vocifera: “¡Venga, todo el mundo fuera del bar!”. Y no se supo ya más nada.

10.9.20

Dugan's Bible: Gïorrïa Skull.

The Hunter
The Hunter
    Era una noche tórrida y aciaga, plagada de moscas, cuando un joven lampiño y harapiento se llegó ante las puertas de mi parroquia con la camisa teñida de sangre y el macilento rostro de un ocre funesto. Arrastróse por el polvo pidiendo clemencia con la voz hecha un haz de agujas, así de áspera y filosa.

    Puse mi mano sobre su cabeza. “¿Qué te aflige, hijo mío?”, le dije. El muchacho se deshizo en llanto y las lágrimas esbozaron surcos de lodo por sus desoladas mejillas. “Anda, ven”, le ayudé a levantarse, “Pasa dentro, toma algo de sombra y agua”.

    Lo acompañé al interior y le ofrecí de beber. Al preguntar por su nombre, su mirada se perdió en el vacío y en sus ojos refulgió un viso nocturno, como de alimaña. Calló largo rato sin probar el agua y, tras una breve eternidad muda, me contó su historia:

    «Mi nombre poco importa, pues, aunque bien respiro y camino sobre el suelo, en más de un modo ya estoy muerto. Vengo de lejanas tierras, al norte, allá por las Colinas Negras, donde vivía con mi hermano, errando por las yermas y vastas llanuras donde cazábamos liebres y berrendos bajo el constante acecho del viejo puma y los salvajes lakotas.

    »Años atrás, mi hermano, en su afición por la taxidermia, tuvo la extravagante ocurrencia de injertar los cuernos de un berrendo en el cráneo de una liebre, y este trofeo se lo vendimos a un colono francés por medio dólar de plata con la patraña de que tratábase de un lebrílope, un raro espécimen desconocido para la ciencia con propiedades mágicas, que traía la buena fortuna a todo aquel que estuviera en posesión de uno de sus cuernos, no digamos ya de una cabeza entera.

    »El negocio nos fue realmente bien un tiempo, vendimos decenas de aquellas testas a los ingenuos y adinerados que viajaban al oeste en busca de más riquezas. Con la plata que estafamos pudimos comprar una mula y un pequeño carromato con el que transportar todas las piezas que íbamos armando. Nuestro plan era hacer algo más de dinero en los caminos y llegar a San Francisco, donde abriríamos un emporio de lebrílopes y artefactos de superchería.

    »Sucedió hará unas semanas. Era una noche sin luna, más fría que de costumbre. Mi hermano dormitaba junto a la hoguera abrazado a una botella de bourbon, como era habitual, y yo hacía guardia. Oí pasos entre los guijarros, no muy lejos, en lo oscuro. Temí que fueran unos coyotes, merodeándonos, y fui a ahuyentarlos con una tea encendida.

    »De súbito, un gélido soplo, como sacado del noveno círculo del Infierno, apagó la lumbre y me vi envuelto en la negrura más insondable. Traté de regresar, el vaho que exhalaba iba dejando en mi rostro un velo de escarcha, el silencio de la noche se fue haciendo más denso y arisco, y así, de entre la tenebrosa bruma emergió ante mí una figura espantosa; una suerte de liebre atroz, de al menos seis pies de alto, con largas orejas enhiestas y una horrorosa calavera humana por rostro.

    »Sentí su voz en mi cabeza, hablaba en lengua extraña, como una barahúnda de susurros y chirriar de dientes. Dejé de temer, y un crótalo negro salió de la cuenca vacía de su ojo y se enroscó en mi brazo.

    »Gïorrïa se desvaneció entonces entre las sombras y yo volví donde mi hermano, me agaché junto a él, y dejé que la serpiente le mordiera en la garganta. Y ahí mismo lo abandoné a la mañana; rígido y frío como un cadáver.

    »Seguido me vine aquí, a confesar mi crimen, pues Gïorrïa me dijo que así lo hiciera, que viniera precisamente a ti, Dugan, pues tú debías conocer mi historia, y en estas semanas de camino por la gran llanura temo que el conjuro que guió mi mano hacia el pescuezo de mi hermano se haya ido disipando, pues empiezo a arrepentirme de aquello. ¿He obrado bien, padre?»

    “Has hecho bien, hijo”, le dije, posando de nuevo mi mano sobre su cabeza, “Tú no eres el guardián de tu hermano”.

    Aquel joven se colgó en el granero esa misma noche, cuando El Perdido aún dormía. Y las moscas, coléricas, zumbando en su frenética y macabra danza, se dieron un auténtico festín.

14.7.20

Mørk: Varmt.

The Hunter

               En el principio fue la noche. La llamaron kaamos; la eterna noche inmaculada, sin luna alguna y sin estrellas, sólo la negra noche negra y azul preñada de invierno, gélida como una ausencia y tan oscura como la más profunda de las fosas. El viento arrastraba entonces los glaciales cantos de los antiguos, de los que aún no habían nacido, de los que aguardaban, ciegos y sordos, por su turno prestado para morar la tierra y los mares.

               Después Vamn, con la sal de sus olas, fecundó el fértil vientre de Jord, que yacía tendida bajo un delicado y níveo manto de escarcha, y, tras el anuncio de la glauca aurora, que danzaba desnuda en el indescifrable cielo nocturno, de las entrañas del fango de levante se alzó Varmt, la que calienta, con su refulgente cornamenta y unas doradas alas sobre los hombros. Y así nació la mañana.

               Varmt escudriñó el yermo suelo bajo su luz, y con un cálido susurro despertó a la taiga, entumecida en su lecho de lodo, y así los árboles se izaron fuertes y robustos, vistiendo a Jord de esmeralda y madera. Después se desperezaron los musgos, con sus tímidas voces entonando las canciones olvidadas, y a éstos les siguieron los hongos de la tierra, que se cobijaron bajo el pino y bajo el roble, donde aprendieron la lengua prohibida de la espesura para después guardar silencio entre la maleza.

               Varmt echó a caminar, y anegó el cielo de una luz límpida tras sus templados pies de tez dorada. Ascendió sin esfuerzo por el fresno celeste y, una vez en la cumbre, volvió a dirigir su tibia mirada a Jord y, al verla aún somnolienta y taciturna, la quiso obsequiar con un cándido beso de sus labios. Pero Jord, orgullosa, lo rechazó apartando su áspero rostro, y Varmt se cortó con los pétreos riscos de su hermana y madre.

               De la sangre de Varmt surgió el oso a mediodía, le siguieron el lobo y el próspero reno. De sus lágrimas emergió formidable el narval y el esquivo arenque. Y de su llanto, por último, manaron la lechuza y el cuervo. Después, compungida y triste, comenzó el descenso.

               Ya en el último rubor vespertino, cuando los cirros de la tarde se sonrojaban ante su ígneo desfile, Varmt echó la vista atrás. Ulv, el lobo, devoraba el estómago del reno y sonreía cruel con las fauces ensangrentadas. Varmt, colérica, arrancó una afilada asta de su cráneo y desgarró con ella su propia tripa, de la que extrajo el sanguinolento hígado, aún palpitante, con el que dio forma y aliento a Mørk, a quien alimentó con la leche de sus pechos y encomendó el custodio de sus rebaños.

               Hecho esto, Varmt se asomó al abismo del ocaso, allende los mares de poniente, y se arrojó por él sin ruido, cayendo tras ella la nueva noche, iluminada esta vez por una luna de hielo con su pálido hálito, que no es más que la blanca sombra de Varmt y la huella de sus pasos por el firmamento, como un recuerdo.

               Y después, con un eco de gemido, amanece en el oriente.

13.7.20

Una lata dorada.

Paris met de twistappel in zijn hand en in de achtergrond twee stieren —Hans Collaert I


Es convencional llamar “monstruo” a cualquier mezcla de elementos disonantes. Yo llamo “monstruo” a cualquier belleza original inagotable.
—ALFRED JARRY


               Cuando Ernesto Cleido regresó al cuartel de Pancró se encontró al viejo viejo Bo profundamente dormido en su camastro rodeado de pañuelos usados y envuelto en un hedor a inminente cadáver consumido por la bebida.

               —Bo, vamos, despierta, Bo —le dijo con voz grave—, ha ocurrido algo.
               El viejo viejo Bo despegó sus macilentos párpados y gruñó.
               —¿Qué pasa? —dijo— ¿Habéis encontrado algo de jalar?
               —Se trata de Paristo, lo hemos perdido.
            —¿Qué me dices? —respondió el viejo viejo— ¿Y nada de comer?

               Ernesto Cleido sacó de su mochila una paloma muerta y una pieza de chóped rancio.

               —Bien —dio un bocado al chóped y decapitó a la columba de cuajo—, lo primero es lo primero. Toma, tú ve desplumando esto mientras yo enciendo el hornillo, y me cuentas qué ha pasado.

               Ernesto Cleido empieza a arrancar las plumas con manos temblorosas y rostro pálido, bilioso.

               —Pues estábamos por los aledaños de la plaza Marrón, buscando provisiones, cuando escuché aquella voz. No era una voz en realidad, era como un bisbiseo subacuático en mi cabeza. Como si se tratara de un pensamiento ajeno. Decía algo así como “Ven, ven…”, pero en una lengua extraña que por alguna razón podía comprender —termina de desplumar al pájaro y le desgarra la tripa con las uñas para extraer los hígados—, y no sé… me asusté y me sentí seducido al mismo tiempo. Creo que Paristo la oyó también, porque nos miramos tal que así, con los ojos como idos.
               —Entiendo —dijo el viejo viejo Bo, fumando sin filtro.
               —Y entonces —siguió Ernesto Cleido—, salí corriendo. Hui. Grité a Paristo: “¡Corre!”, pero él no se movió. Se quedó ahí pasmado, tieso, y no volví a mirar atrás. Me llegué hasta aquí lo más rápido que pude y… y eso es todo.
               —Bueno, pues ya estará muerto entonces —sentenció el viejo viejo Bo—; una boca menos.

* * *

               Paristo y Ernesto Cleido habían salido en busca de algo de comida. Ya habían limpiado el barrio de Koboldo hacía meses y las redes que colocaran en el río días antes no habían atrapado ni un triste muil. “Algo tiene que haber por ahí”, decía Paristo, iracundo, “No podemos seguir alimentándonos a base de chóped. A saber de qué estará hecho”. “Yo tengo una teoría”, respondía el otro, “Pero me la guardo para mí, no quieres saberla”.

               Caminaban pegados a las paredes de los edificios y usaban un espejo para doblar cada esquina, sabedores de que las jibias les acechaban. Nunca habían visto ninguna, si acaso de lejos, adivinando su terrible figura entre las sombras. Lo cual no quiere decir que no estuvieran rondándoles, pues todo el mundo, los que quedan, está al tanto de que aquellas monstruosidades son capaces de mimetizarse con su entorno y, para cuando uno quiere percatarse de que tiene una cerca, ya ha caído presa de sus espantosos tentáculos.

               En el parque de Esparto encontraron una paloma anciana que, famélica, habíase caído de una rama y agonizaba entre espasmos y convulsiones. Le dieron muerte de un golpe certero en el cráneo y Ernesto Cleido la guardó en su mochila. “Con esto prepararemos un banquete”, dijo Paristo.
               Continuaron un trecho en dirección a la zona alta de la ciudad. “Así, si tenemos que huir”, decía Paristo, “nos cogerá cuesta abajo”.

               Pasado un rato, tras haber registrado casi todas las desamparadas tiendas de la calle Ducan sin recompensa, Ernesto Cleido vislumbró un destello áureo bajo la vaciada estantería de un colmado desierto.

               “¡Mira, ahí!”, le señaló a Paristo. Este se agachó y recogió una vieja lata de conservas sin etiqueta. “¿Qué será?”, dijo Ernesto. “Pues no lo sé, sorpresa”, respondió Paristo, escrutando la dorada superficie del cilindro metálico, “Pero seguro que es mejor que chóped y paloma”, y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta como un tesoro. “Genial, pues volvamos”, dijo Ernesto Cleido, “Ya tenemos suficiente por hoy”. “Espera”, contestó Paristo, “Aún quedan un par de boticas, tal vez encontremos algo más”. Ernesto Cleido accedió a regañadientes, y prosiguieron con la expedición.

               Llegados a la plaza Marrón, sucedió. El aire se enrareció y un silbido líquido atravesó la atmósfera. Ambos se pararon en seco, petrificados, y se miraron tal que así, con los ojos como idos, y entonces Ernesto Cleido se escabulló gritando algo así como “¡Corre!”. Pero Paristo se quedó en el sitio.

* * *

               Fue entonces cuando vio aquellos ojos. Unas negras pupilas negras y arrebatadoras con forma de virgulilla, profundas como un abismo, que lo escudriñaban. Sintió calma arropado en aquella mirada serena. Los iridóforos del manto proyectaron patrones rorschachianos y Paristo se embelesó ante sus contornos y voluptuosidades, obnubilado.

               Avanzó unos pasos, y la sepia hizo lo propio, deslizándose con elegancia sobre sus holgados brazos. A esa distancia ya era capaz de distinguir las ventosas y el húmedo rubor en la piel del molusco. Así de cerca podía sentir en su pecho el cadencioso pulso de los tres corazones que latían en aquel cuerpo, inundándolo de sangre viridián. Podía percibir la sosegada respiración de las delicadas branquias, el reconfortante arrullo del sifón erecto, la armonía orgánica del cefalópodo.

               Paristo, anegado, sacó la lata dorada de su chaqueta, y se la mostró a la jibia en sincera señal de ofrenda. Esta entornó las córneas, furtiva, y la asió con uno de sus tentáculos. Se aproximaron. Paristo tomó aire, manso, y después exhaló un soplo redentor, entregándose al rapto.

               Y así, tras unos instantes de tierna quietud mutua, se fundieron  en un ahogado abrazo.

23.4.20

El día del pangolín.

                El reloj despertador sobre la mesilla marca las 5:59 (Clic). Ahora ya marcan las 6:00 y se enciende la radio.

RADIO: (…) then put your warm little hand in mine, there ain’t no hill or mountain we can’t climb. Babe. I got you, babe. I got you, babe… ¡Bien, excursionistas, arriba! ¡Despertad y no olvidéis lavaros las manos, mantener la distancia y toser en la rodilla para evitar contagios! Recordad: este virus lo paramos unidos, lo paramos si os quedáis en casa. Detener el CORVID-19 es responsabilidad de todos y todas. Si te proteges tú, proteges a los demás. Gobierno de Punxsutawney…

                Phil se revuelve entre las sábanas y espera a que el reloj marque el mediodía. (Elipsis). Ahora ya marcan las 12:00 y se levanta con un regusto a déjà vu en las encías. Viste desde hace días una suerte de chándal que hace las veces de pijama con manchas de sudor ocre en los sobacos y restos de lo que bien pudiera ser mostaza en la bragadura del pantalón. Se llega al baño y descubre frente al espejo que la barba le sigue creciendo a pesar del parón, pero no le da mucha importancia y mea sin cuidarse del antaño temible doble-chorro que salpica el zócalo. Total, tendrá tiempo de sobra después para fregar la casa varias veces.

                En la cocina, se sirve de la italiana las sobras del café de ayer en la misma taza, ya con parda pátina en el fondo, y lo calienta en el micro. Deja que aquello de vueltas durante un minuto completo mientras observa ensimismado el movimiento de rotación mecánico del ingenio, cosa que no había logrado nunca durante tanto rato seguido, y se lo toma como un triunfo básico.

                Se asoma al balcón y sopla varias veces el café tras haberse quemado los labios. Desde lo alto ve a Hades, el vecino del sótano, paseando a Cáncer, su chihuahua de tres cabezas que se mea y se caga a diario en el portal. Y refunfuña para sí, huraño.

                Phil decide hacer algo de ejercicio. Comienza con la bici estática que heredó de su tía abuela Gasparda cuando ésta murió de sobredosis durante la crisis de la nafta, pero llevaba tanto tiempo estática que no había dios que moviera los pedales, así que se decantó por hacer deltoides usando un par de garrafas de orujo blanco como mancuernas. Esto le dio sed y, en un alarde de responsabilidad poco o nada usual en él, abandona el entrenamiento y se sirve una copichuela a la salud de Genarín. Termina el ejercicio dando toques a un rollo de papel higiénico, diecisiete, nada menos; su récord absoluto. Lo celebra con siete copichuelas más.

                Ahora a Phil le apetece alimentar el espíritu, esto es, leer un libro. Coge el primero de la montonera de lecturas pendientes junto a la estantería, rasca un poco el moho que se cultiva en las solapas y empieza a leer: “Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana…”. Vibra el teléfono. Es un mensaje en el grupo Equipo Actimel, al parecer unos negros celebran con pompa la muerte de un compinche y bailan con su ataúd a ritmo de EDM. Sigue leyendo: “después de un sueño intranquilo…”. Vibra el teléfono. Ahora un serial de audios relatando la guerra de los Mindolos contra Bananos, Chuminos y Tripones. A partir de aquí se desencadena una sucesión de memes, pantomimas y parafernalia que sería harto farragosa de relatar. (Elipsis).

                A Phil le entra hambre. El reloj del teléfono marca las 16:19. En circunstancias normales, a estas horas Phil estaría lamiendo la pega del papelillo de un canuto como dicta la atávica tradición judeocanábica. Pero, como su camello de cabecera se encuentra también confinado en su propio zulo, las provisiones de Phil se han visto reducidas dramáticamente a residuos de hoja inocua y unas pocas ramas desnudas. Por ello, resuelve alterar su ceremonia rutinaria de intoxicación recreativa por vía respiratoria y poner en práctica aquella receta de quinoa que vio en Instagram que no tenía mala pinta y se presentaba perfectamente salubre. La cosa es que al final le da pereza y descongela una lasaña precocinada en el microondas para al menos mirar algo que dé vueltas sobre un eje estipulado y así paliar el tedio.

                  Phil deglute la lasaña sin pan en un santiamén y medio y, sin darse cuenta, se encuentra recostado en el sofá en franca posición horizontal y se dice a sí mismo que si se echa la siesta no dormirá por la noche. (Elipsis).

                Phil se despierta con un hilo de baba surcándole la mejilla. En la tele discuten el ángulo de la curva y advierten de que darán consejos de higiene después de la publicidad. Phil se despereza con sentimiento de culpabilidad y elije otro libro del montón polvoriento. Se sienta junto a la ventana y empieza: “Llamadme Ismael…”. Un perro ladra en la calle. Es Cáncer, con sus muertos pelaos en ácido, se dice para sí, y chasquea la lengua contra el paladar como gesto de desaprobación. Continúa: “Años atrás, no importan cuántos…”. Vibra el teléfono. Es una videollamada grupal con los antiguos colegas de clase, a los cuales no ve desde la graduación, hace la tira. Lo coge:

COLEGA 1: ¡Hola a todos! ¿Qué tal va esa cuarentena?
COLEGA 2: ¡Coño, Juan! ¡Cuánto tiempo!
PHIL: Hola…
COLEGA 2: ¡Hola, Phil! ¡Vaya pelos!
COLEGA 1: ¡Qué dices, Chus! ¡Nos vimos en la boda del Cejas el verano pasado!
PHIL: Ya… como es domingo hoy ni me duché ni ná…
COLEGA 3: ¡Holi gente!
COLEGA 2: ¡Es verdad! ¡Joder, qué ciego! ¿Te acuerdas?
COLEGA 1: ¿Pero qué dices? ¡Si es miércoles!
COLEGA 3: ¿Qué, cómo va esa cuarentena?
COLEGA 2: Bien, bien, aquí, con la familia, ni tan mal, un poco harto de los críos.
COLEGA 1: Por aquí también bien.
COLEGA 3: Yo de lujo, hoy monté un concierto de Rosalía usando latas de cerveza, luego os paso el vídeo.
COLEGA 2: ¡Longaelisa os manda saludos!
COLEGA 1: ¡Sí, ponlo en el grupo!
COLEGA 3: ¡Trá, trá!
COLEGA 4: ¡Hol* P*ña! ¿Cóm* **sa **entena?
COLEGA 1: ¡Fransuá! ¡No se te oye!
COLEGA 3: ¡Un abrazo a Longaelisa!
COLEGA 4: ¿**ora mej** or?
COLEGA 2: ¡No, peor!
COLEGA 1: ¡Pon los datos!
COLEGA 3: ¿Vosotros entendéis a Fransuá?
COLEGA 4: ¿Se**men **oye?
COLEGA 1: ¡Nada, no te va!
COLEGA 2: ¡Salte y te volvemos a meter!
COLEGA 4: P**s yo os escuch** p**fecto!
COLEGA 3: Bueno, chavales, yo me tengo que salir, que ahora son los aplausos…
COLEGA 2: ¡Uy, los aplausos!
COLEGA 1: Tenéis razón, ¿lo dejamos para mañana?
COLEGA 4: Cr** q** ya m** va.
COLEGA 2: Venga, ¡hasta mañana!
COLEGA 3: ¡Un besazo a Longaelisa!
COLEGA 4: ¿Q** t**l?
PHIL: Astrólogo.

               (Aplausos). Phil se derrumba en el sofá y arroja el móvil lejos, bien lejos, al otro lado de la diminuta pieza que habita. Mira al techo y medita. Largo rato. (Elipsis).

                El reloj con forma de gato negro de la pared marca las 20:08, desde la calle se oyen los primeros acordes de un conocido temazo del Dúo Dinámico cuyo título no debe ser nombrado. Phil, hastiado de veras, asoma medio cuerpo por la ventana y vocifera: “¡Hijos de puta! ¡Dejad ya esa canción del demonio, que me tenéis hasta los cojones! ¡Ni resistiré, ni hostias! ¡Yo me quiero matar! ¡Y tú, maldito cabrón! ¡Guárdate ya al perro, que le van a salir ampollas en el ojete de tanto cagar! ¡Puto Cáncer!”. Cierra la ventana con tremendo escándalo,y vuelve al sofá. No sin antes escoger otro libro del montón. Empieza: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía…”. Y da comienzo una repercusión en fa sostenido de cacerolas, ollas, y otros utensilios domésticos.

                “A la mierda”, se dice Phil. Abre una botella de vino moldavo y enchufa la cuenta de su primo Alfrodo en Netflix para mirar tráileres. (Elipsis).

                Pasado un rato estándar, a poco de terminar la tercera botella, en medio de la pieza aparece un pangolín fantasmagórico con alas de murciélago y sombrero cónico de bambú. Éste se yergue sobre sus patas traseras y musita, con acento zonguonés: “Aguanta, Phil, mañana será otro día”. Y Phil, del todo normal, responde: “¿Y si no hay mañana? Hoy no lo ha habido…”

                (Elipsis)

RADIO: (…) then put your warm little hand in mine, there ain’t no hill or mountain we can’t climb. Babe. I got you, babe. I got you, babe… ¡Bien, excursionistas, arriba!

22.4.20

Hez.


                Desde tiempos inmemoriales las diversas civilizaciones de la humanidad y sus respectivas corrientes filosóficas y religiosas han indagado incansables en la búsqueda de un sentido propio que atribuirle a la vida en sí misma. Cada una de las cuales fue aportando, a lo largo de los siglos, una colección de respuestas más o menos satisfactorias que ayudaron, más o menos, a cada cultura a bregar con la sisifeana faena del existir. Si entendemos el concepto de sentido desde su octava acepción: razón de ser, finalidad o justificación de algo (sic); nos encontramos ante la incertidumbre más imponente y una absoluta falta de consenso en las conclusiones que cada sociedad en particular resolvió por darse a sí misma. Es decir, analizando la existencia no ya desde un punto de vista ontológico, sino escatológico (esto es en base a su fin último), y teniendo en cuenta la ley de conservación de la materia, nos encontramos con que todo queda reducido a deshecho, o a excremento, si se prefiere, a mera hez, a zurrapa. Y esto tal vez admita ciertos matices, por ejemplo: si Ud. se come un chuletón de los caros, rollo Angus o así, o caña de lomo, y, en otra ocasión, dudosa carnaza de kebab, el resultado final, tras el pertinente proceso digestivo y/o gástrico, será pura mierda. Diferentes quizá una de la otra, pero mierda al fin y al cabo. Por lo que se deduce, aplicado ya a la ética trascendente, que no importa de ningún modo lo que hagamos en esta vida, pues terminaremos siendo una excreción más, una caca.
 
                Por otra parte, en un sentido más ecuménico, se ha tratado también de encontrar, a lo largo y ancho de la Historia, aquellas características que nos unen, esos rasgos ineludibles que definen no sólo a los seres humanos como tales, sino a la totalidad de las criaturas vivientes y rampantes que pueblan esta tierra plana que nos soporta. Los biólogos titulados afirman sin despeinarse que todo organismo nace, crece, se reproduce y muere. Sin embargo, nuestros expertos profundizan un tanto más en esta definición; pues, si bien todo bicho indudablemente nace en algún momento de su existencia, algunos apenas crecen lo suficiente como para que dicho desarrollo pueda considerarse como tal. En cuanto a la reproducción, es una cuestión de suerte después de todo. Lo de morirse ya tal, volvemos a cuestiones de fe. Pero lo que de verdad hacemos todos, todos, sin excepción, sin importar raza, ni credo, ni condición, ni mucho menos estado civil, es el cagar. Hasta las amebas cagan (lo hemos comprobado), y esto mismo es lo que nos une y nos iguala.

editorial para JOROSCHÓ #5: HEZ


21.4.20

Redrum.


Nada más entrar en el hotel te encuentras un cartel con unas letras grandes que pone: «Prohibido correr por los pasillos». Por esa misma razón los huéspedes que llevan prisa utilizan el triciclo portátil como principal medio de locomoción. Otra cosa muy distinta es orientarse por el laberíntico entramado del mismo hotel, y es que circular en un zigzag básico le puede llevar a uno al propio punto de partida, mientras que avanzar en competente línea recta asegura el estamparse de morros contra la pared del fondo sin remedio. A este efecto se le conoce como “Paradoja del entredédalo”, y desemboca en una patente incapacidad para llegar a donde se pretende de una sola pieza y sin hallar obstáculos ni vicisitudes durante el tránsito. Veamos un ejemplo: Alguien intenta llegar del punto A al punto B en un tiempo determinado, digamos un rato estándar, y sin pasar por delante de la habitación doscientos treinta y pico porque el bedel, que de esto entiende, recomienda que uno ni se acerque; pues bien, el sujeto en cuestión practicará un recorrido a la deriva (véase joroschó #0) en el que ejecutará giros al azar y movimientos brownoideos sobre una moqueta estrafalaria que lo llevarán sin remedio a toparse con algo no contemplado en el itinerario previsto, ya sea una pareja de mellizas muertas a machetazos que le invitan a uno a jugar, una infame bacanal de personas disfrazadas de alimañas, o cualquier otra incidencia terrorífica y desagradable que haga que olvidemos la intención primera de llegar al punto B y queramos, en cambio, volver a nuestro cuarto a llorar abrazados a la almohada, no sin antes pasar, por supuesto, por la mismísima habitación doscientos treinta y pico que, de todas formas, estará bien cerrada con llave para alimentar la curiosidad, que se torna mórbida, y dejarla insatisfecha por necesidad. Esta situación hipotenúsica se puede extrapolar a multitud de escenarios y contextos, incluso a casi todas las situaciones a las que nos enfrentamos en el día-noche-día-noche de cada vida, lo que viene siendo el samsara cotidiano que nos mata de risa, y deriva, matemáticamente hablando, en lo que humildemente denominamos como «redrum»; término que podríamos traducir como la categórica necesidad de matar, mutilar, o al menos, herir de gravedad, a cuanto se nos ponga por delante en nuestro afán de alcanzar ese codiciado punto B, a veces llamado meta, que, por descontado, jamás alcanzaremos. 

editorial para JOROSCHÓ #4: REDRUM


20.4.20

Derbi.

Duelo a garrotazos; Goya

Miércoles cientos noventa y dos. En una remota localidad se juega un derbi. Un tipo pelea con la alcachofa de la ducha por un poquirriquitín más de agua caliente mientras se afilan sus pezones. En el piso de encima, otro se debate entre calcetines negros o marrones o esos de rayas o unas chancletas, y el bus que se le va y, mientras tanto, los pies descalzos. Porque claro. Y entonces en la otra parte del mundo a un cualquiera cualesquiera le podría pasar más bien lo mismo o, por supuesto, cualquier otra cosa, y de ahí este cuajo por la vida que llevan algunos (no digo nada) o los que escriben con un pedazo de trozo de tiza en su propio postálamo los consejos que uno no le daría ni a su adversario natural más acérrimo. Y por eso la contingencia básica se da, principescamente, entre individuos monocéfalos o, dicho en una palabra, monocéfalos. Y dale. Acto primero:  Por ejemplo. Me peleé conmigo mismo por comerme la última chocolatina. Me di un garrotazo en la cabeza usando un garrote y la cabeza y me noqueé, tal que así de tranquilamente. Al final la compartimos, pero me quedé con hambre. Y por eso esta mala baba, y que tenga las comisuras sucias y como manchadas de caca. Prepucio: Antes de ello, el técnico de vodafone había discutido consigo mismo delante de mí, por un asunto penelopesco que se traían con el cable de la fibra óptica y, mientras uno lo desenredaba con vehemencia, el otro se inventaba nudos y entuertos por el otro extremo. Como en un derbi: la lucha en casa y el vecino es enemigo como enemigo es el alcalde y yo no soy ni esto, ni aquello, ni lo otro y al final me comí una señal de las que ponen por las calles para regular la circulación como los yogures, y ésta se dobló con el contorno de mi narizota y yo caí muerto como el coyote de los cartunes. Manual del hombre recto, capítulo primero, introsucción: Recto significa Orto. Y al revés. Y así. Me tragué el pipo de una aceituna siendo bebé y ahora se piensan que soy un chico. Pues no. Dos personas se enfrentan por ver quién pasa primero y la grada eufórica. Y otra vez. Como la disyuntiva entre comerse la piza precocinada a medio cocer o esperar a que se calcine, o como cortarse la uña del cuarto dedo del pie después de haber reñido con él por una chorrada en la que ninguno llevaba la razón. Pues es que hay veces que uno se lo piensa, y bien se podría vivir sin índice, ni apéndice, ni cuarta pared. Y hay veces en las que el guarda jurado que te protege te regala un bolagoma y va y te salta un ojo: ¡Gol! Y otro tuerto para vender boletos. Lo corriente, después de todo, es el empate tácito, es decir, la derrota mutua sin victoria para nadie; y por esa misma razón los arcos de triunfo no tienen sentido en ningún sitio, como sí lo tendría, por ejemplo, el dejar el alcantarillado sin tapar, y que decida la coyuntura. Dos chelovecos con arena hasta los tobillos y no más que sendas porras portátiles. Y nada, que eso. Que se juega derbi. 

editorial para JOROSCHÓ #3: DERBI


19.4.20

Maguffin.

¿Conocen este chiste? Dos tipos cualesquiera viajan en tren. El compartimiento no es ningún lujo, pero al menos todos viajan sentados. El uno viste gabardina caqui de una época remota. El otro enarbola un periódico amarillo-gris-beige con explosiones en la portada y, además, calza un sombrero panamá con logotipo de imitación en la solapa. Corrijo; eran tres tipos. Tres tipos cualesquiera viajan en tren. El tercero va durmiendo; ronquidos sibilinos. Por la ventana se adivinan las negras entrañas de un negro túnel. Próxima estación: el colon. O tal vez era un ómnibus o una suerte de tranvía mecánico. El caso es que el primer tipo, el de la gabardina remota, le pregunta al otro, el del sombrero con explosiones y periódico panamá, por el paquete misterioso que hay en el maletero sobre la cabeza de éste. Había olvidado mencionar que todos llevan bigote excepto el que duerme y el de la gabardina; importantísimo. Y que el revisor pasó a ejecutar sus pesquisas hará como media hora o así, como poco. Entonces, el tipo con sombrero, bigote y periódico responde: “¿Eso de ahí? Es un maguffin”. La trayectoria del vehículo nos es del todo indiferente, pero el tipo primero, el que no luce bigote, pero sí gabardina caqui, bien despierto y despabilado, vuelve a inquirir: “¿Un maguffin, qué demonios es un maguffin?” El otro ojea por encima las páginas del periódico, sin quitarse el sombrero ni el mostacho, y responde tibio: “Un maguffin es un artefacto de lo más sofisticado que usamos para cazar leones en Escocia”. Se atusa el bigote y añade: “Para cazar leones en Escocia, desde luego que no hay nada mejor. Por la ventana se ve un poste un poste un poste un poste. El tercer hombre se agita en sueños y musita: “Rosebud”, dejando entrever unos dientes beiges-grises-amarillos. Al parecer, debía unos dineros a cierta gente, pero eso ni nos incumbe, ni nos importa. Finalmente, el primer tipo, haciendo gala de unos modales especialmente cultivados, va y le espeta al del bigote panamá: “¡Qué charada! ¡Pero si en Escocia no hay leones de ninguna índole!”. El otro se palpa una tirita adherida a su nuca y responde: “Pues entonces no es un maguffin”.


editorial para JOROSCHÓ #2: MAGUFFIN

18.4.20

Kippel.

Todo es Kippel. Lo que aún no es Kippel, terminará por serlo. Es un principio básico: todo el universo avanza hacia una fase final de absoluta kippelización. Kippel es, por ejemplo, un fanzine arrugado junto al váter; pero Kippel también es la dentadura postiza de tu abuela muerta, atesorada en el fondo del cajón de la mesa camilla, y también lo es el flamenco de plástico de tu casa de verano, las máscaras samoanas, los accesorios de toda clase, los periódicos, la propaganda que colma cada buzón… tu taza favorita, esa que tanto amas, es un pedazo de Kippel y ni siquiera sabe que tú existes. Kippel son las cajas de cerillas que guardaste por nostalgia de una época que no viviste, y también lo es ese diploma de la pared, los trofeos, la televisión, los libros de la estantería y lo que sea que te haya dado por coleccionar, incluso tu propio apéndice está hecho enteramente de Kippel. Kippel es todo objeto-cosa que, incluso antes de un primer uso, carece ciertamente de valor estimable y cuya utilidad es, cuando menos, del todo despreciable. Si uno se descuida, el Kippel tiende a reproducirse exponencialmente como los baobabs y no tarda en dominarlo todo. Y así.


editorial para JOROSCHÓ #1: KIPPEL

17.4.20

La deriva.


deriva no es paseo. concepto. es una deriva. definida por. definida para. en francés. significa. guy debord. técnica de tránsito. situacionista. fugaz. a través de. en francés. dérive. caminar. vagar. dirección no. entramado urbano. rumbo no. atmósferas. destino no. romper estructuras. deriva no es paseo. pensamientos porosos. quiero decir brillantes. quiero decir receptivas. quiero decir inquietas. desgastadas no. desgastadas las suelas. adoquines. dobla la esquina. cemento. paso de cebra. mierda de perro. deambular con las orejas. deambular con las narices. media vuelta. deambular con las orejas. deriva no es paseo. deambular con los ojos. parpadeo. los ojos. pasan. cambian. los ojos. las páginas. deriva no es paseo.



editorial para JOROSCHÓ #0: LA DERIVA

2.2.20

La mala baba.


El día que Olivia me dejó me quedé sentado sobre una piedra cosa de una hora o así bajo el sol de invierno y, entretanto, me fumé como cuatro cigarrillos observando una cagada llena de moscas azules mientras pensaba en qué lindo había amanecido y, sin embargo, menudo día de mierda. Después regresé a casa y saludé de mala gana al peludo, que miraba la tele desde el sofá. Le dije: “Quedé hoy con Olivia, al final hemos roto para siempre”. “Para siempre”, repitió él, imitándome con sorna, y yo me indigné súbito. Enfilé escaleras arriba, hacia mi cuarto, mientras él preguntaba en voz alta por si quedábamos como amigos o qué, y yo contesté “No sé”, con mala baba, y me encerré de un portazo.
Al principio pensé en tumbarme afuera, al terrado, con el deseo de abrasarme bajo el sol y que el viento, después, barriera inertes mis cenizas. Pero me pareció demasiado dramántico hasta para mí, y resolví acostarme en el colchón, y me escondí bajo la colcha aún con el abrigo y los zapatos puestos.
Traté de dormir. No me sentía cansado, pero sí somnoliento. Miré el teléfono y busqué su nombre. No puedo dormir. Me gustaba eso de ella, justo eso mismo: Se acostaba nerviosa, por alguna entrega o por algo, y, antes incluso de cerrar los ojos, mencionaba: “No puedo dormir”. Y yo me reía y le decía: “Pero si aún no lo intentaste siquiera”. Y es que yo siempre he tenido problemas para dormirme, y por eso nunca he estado despierto del todo.
Sonó una alarma programada para las cinco catorce y enseguida me levanté y preparé una cafetera. Agoté el culo de un tetrabrik en mi taza favorita desde siempre, la blanca con globos azules globos rojos globos amarillos y pensé en que llevo usando la misma taza casi treinta años y ahora es, por mucho que me encante, como si no la viera. Sorbí el café caliente después, una vez listo, y me sentí como fuera del propio cuerpo, como si mi cerebro estuviera situado un palmo más allá de donde realmente debería estar mi cerebro y por eso lo veo todo como quien mira por encima del hombro de otro.
Antes de las seis me fumé otro cigarro sentado en la plaza del Ovladí, y vi a un chaval que se acercó nada más que para beber de la fuente, y a un agente de parquímetros mojándose las manos en la misma, poco después, para atusarse el pelo patrás, de frente a nuca. Miré los árboles y me acordé de cuando los del sándwich eléctrico nos encaramábamos, ya borrachos, a sus copas y, ocultos por las ramas, asustábamos a los transeúntes en las noches de verano haciendo ruidos como de alimañas. Qué tiempos y tal y luego me fui a la utoescuela.
De camino meditaba: “¿Y qué le digo a Goliat cuando me pregunte que qué tal?”. Y me decía a mi mismo que le dijera, sencillamente: “Bueno, he tenido días peores”, para dejar claro de antebrazo que no estoy pasando una buena racha, pero, vamos, que tampoco se ha muerto nadie, ni tengo de repente un cáncer ni nada de eso. Así que al final me subí al coche y a la pregunta respondí: “Bien”, así como un graznido, y no hablamos más del tema y, salvo por una calle en la que me descuidé y entré a contramano, la clase transcurrió sin incidentes ni heridos de gravedad, y lo cierto es que, durante todo ese rato, no pensé más que en dónde estaría la línea continua del asfalto más larga y más continua del planeta. Y en quién la pintaría. Si lo hizo de aquí para allá o de allá para aquí, incluso en si formaría, por pura casualidad, un circuito cerrado de algún modo y, por tanto, de una continuidad infinita osease ilimitada ad libitum. En fin, a las siete Goliat me ordenó estacionar junto a los contenedores y yo hice eso mismo y, al salir del coche, me puse el sótano en los auriculares y enfilé el camino de vuelta a casa.
Pensé: “Debería coger una botella de whisky y unas birras para pasar la tarde, digo yo, o no va a haber aquí quien duerma”. Subí hasta la tienda de cosas del casco viejo y agarré una gaseosa, un fuegodoro de ocho años y una botella de detergente y lo pagué todo con tarjeta mientras le susurraba a la cajera: “La cerveza me la voy a tomar en el Diapasón” (y creo que por eso no me devolvió el cambio, que la vi asustada).
Cargué con todo en mi mochila y proseguí hacia el Diapasón. Recuerdo pensar: “¿Vaya, y qué le digo a Policarpo cuando me pregunte que qué tal?”. Es más: “¿Y si me pregunta por Olivia?”. Pero al final abrí la puerta de cuajo, una vez hube llegado, y le solté: “¡Hola, Policarpo! ¿Qué tal?”. A lo que él me espetó: “¿Que qué tal? ¿Que qué tal? ¿Y qué carajo te importa a ti qué tal estoy?”. Yo sonreí y le dije: “Pues justo así es como estoy yo”. Y sonreí, y sonrió, y ocupé mi banqueta, en un extremo, junto al chaflán de la barra, y él me sirvió una cerveza sin que yo la pidiera y no pude evitar no ocultar otra sonrisa y ahí fue cuando pensé: “¿Por qué andaba yo triste?". Policarpo me agasajó además con un plato de pimientos y yo, tal que así, de golpe, me puse a lloriquear: “¡Ay, ay, Olivia odiaba los pimientos!”. Y él dijo: “¿Pero qué cojones te pasa, tontolava de la cabeza?”. A lo que yo repliqué: “Bueno, no los odiaba, pero le sentaban gordos”. Todo esto entre sollozos y con espuma de cerveza en el bigote.
Agarré una servilleta (de bar, inservible), retiré los berretes de mis comisuras y me soné los mocos de la pituitaria. Entró un gentilhombre y Policarpo corrió a atenderle. Yo fui al baño: “¡Ocupado!”. Me dije: “Juraría que cuando entré no había nadie, y, sin la menor clase de duda, llevo aquí, al menos, un buen rato”. Pero tras la puerta se oía inconfundible El Chorro Musical. “¿Quién va?”, dijo alguien al otro lado. “Yo”, dije yo, “¿Te falta mucho?”. “¡Pof!”, respondió el quídam, y entonces me alejé de allí.
Cogí la mochila, me abrigué, y dejé un par de juancarlos sobre la barra. “¡Hasta luego, Poli!”, mencioné al salir, con prisa, “Buen clima”.
Me arrojé al frío y pensé: “Qué frío”. Caminé por las nocturnas calles solitarias y pensé: “Cuando escriba todo esto no pondré topicazos rollo: Nocturnas calles solitarias. Ni tampoco diré que, entre párrafo y párrafo he estado llorando, porque quedará demasiado patético. Y al final pondré que llegan unos cuantos compinches al Diapasón y a partir de ahí se suceden una serie de vicisitudes de lo más estrambóticas, influenciadas por la ingesta masiva de alcohol y sustancias, que resultan ser un acto de catarsis desmedida que me hace olvidar esta pena y resurgir del todo renovado. También meteré al Chorro Musical, porque me apetece, y tal vez use algo de nadsat o colaré algún vocablo apocopeideo tipo: patrás. Y fórmulas latinas ad hoc o del estilo, y un par de palabras raras. Lo que no se me ocurre es qué alter ego ponerle al peludo. Tampoco estaría mal que, al final, después de todo, apareciera Bosse-de-Nage y me seccionara el cuello en dos feas mitades y quien leyera esto dijera: Pero, si muere al final, ¿cómo es que lo ha escrito? No sé, igual debería escribirlo a modo de diario, o una epístola a mi yo de antes de ayer, o tal vez escribir sobre cualquier otra cosa. Qué frío. Me cago en mis muertos, qué frío. Si Olivia estuviera aquí le diría que menudo frío y le besaría la punta de la nariz, que de seguro estaría sonrosada y fría”.
Me dije, ya en voz alta: “¡Ay, caramba!”, y galopé hasta el portal de mi casa, atravesé el vidrio de la entrada usando mi propio cráneo y subí las escaleras panza arriba y cuadrúpedo, haciendo un tirabuzón en el último peldaño. Todo perfectamente calculado para que, con el movimiento rotatorio de mi propio cuerpo en particular y aprovechando la fuerza centrífuga resultante del mismo y las dos primeras leyes de la dermodínamica, las llaves salieran despedidas de mi bolsillo, se introdujera en la cerradura la equivalente, aún girando sobre sí misma con tal inercia que incluso llegara a abrir la mencionada cerradura para que yo entrara en la casa incólume y la puerta se cerrara justo a mi paso. Pero me tropecé con yo que sé qué, y me partí la nariz de nuevo.
Y ahora heme aquí, escribiendo sentado, borracho y solo. Escribiendo sobre lo solo y lo borracho que me siento. Y con la misma duda que al principio del “¿Y qué hago yo ahora?”, así, sentado en una piedra mirando las moscas en la mierda, soñando con volverme estatua de piedra, para no existir, o en mosca, para no pensar, o incluso en mierda; pero no ser yo, no ser yo ahora, que no quiero, que no me gusta, que no puedo. Qué difícil. “¿Y qué hago yo ahora?”, no, digo: “¿Qué estoy haciendo?”
Y de esto que irrumpe en mi cuarto Bosse-de-Nague con una mueca feroz y, sin mediar más palabra que un escueto y tautológico: “¡Ha ha!”, me regala una dentellada que desgarra mi garganta en dos feas mitades, feísimas, horrendas. Dejándome el tiempo justo y necesario, entre que me desangro y agonizo y tal, para escribir esto y ya más nada.  

26.1.20

Una de piratas.

ilustración: Rubén Padrón


A mediados de abril de 1691, el buque La Chalagne zarpó del puerto de Marsella rumbo a las Indias Orientales bajo el mando del capitán Connard, cuya misión era introducir en el mercado mogol la devoción por los quesos franceses, para después regresar con copiosos cargamentos de seda sedosa y calicó y, ya puestos, un buen puñado de esclavos. Además, se pretendía llevar a cabo el ambicioso cometido de establecer una ruta comercial más rápida atravesando el canal de Suez, el cual, por aquel entonces, no estaba aún construido y se le decía Suez a secas, literalmente.

Tras una calmosa y más bien aburrida travesía por el Mediterráneo, con escala en Palermo para aprovisionarse de vino, La Chalagne arribó a la costa norte de Egipto y atracó en el lago Bardarwil. El objetivo era varar el navío en aquella ensenada, sacarlo a tierra mediante un intrincado sistema de poleas de lo más complicado, auparlo sobre unos troncos que hicieran de fulcros rodantes, y así desplazarlo con discutible facilidad a través de las arenas del Sinaí hasta alcanzar el mar Rojo. Pero tuvieron problemas a la hora de negociar el salvoconducto con el sultán otomano, un tal Suleimán palito-palito, que les exigió el pago de doce pipas de vino, justo lo que llevaban consigo, ni más, ni menos. Connard asumió la cuota a regañadientes, temeroso de enfrentarse a semejante empresa por el desierto sin gota de alcohol, pero sobre todo por el riesgo de un amotinamiento de la tripulación perfectamente justificable.

El trayecto por Suez a secas fue de lo más fatigoso y abstemio. Sucedió una trifulca provocada por una discusión entre dos oficiales acerca de si las bestias jorobadas que les salían al paso tratábanse de camellos o más bien de dromedarios, con resultado de varios muertos por apuñalamiento. Además, habían olvidado en Marsella el protector solar y sufrieron numerosas bajas añadidas, a causa de las quemaduras y los inevitables síndromes de abstinencia.

Finalmente, alcanzaron el mar Rojo (que resultó ser, para decepción de todos, azul) en un glorioso catorce de mayo, pero, por desgracia, descuidaron comprobar el estado de la quilla, desgastada por la fricción con los troncos, y La Chalagne se fue a pique sin remedio nada más ser rebotada al agua, dejando únicamente un par de supervivientes cuya historia, a partir de aquí, es la que nos ocupa.

Pier y Fransuá, grumetes de poca monta y nada instruidos, sobrevivieron por pura casualidad al encontrarse sesteando en la cofa en el momento del naufragio, con tal fortuna que ésta fue la única pieza de La Chalagne que se mantuvo a flote. Despertaron una semana después, navegando a la deriva, ya cercanos a Bab el-Mandeb, en compañía de un balón de playa Nivea que resultó no ser para nada locuaz.

“¿Falta mucho?”, preguntó Pier. “Te he dicho ya mil veces que sí”, respondió Fransuá, mientras redactaba una epístola a su madre querida. “Joder, me muero de hambre”, dijo entonces Pier, “¿No tendrás un poco de queso?”. “¡Merde, Pier!”, contestó Fransuá, ofuscado de veras, “¿Es que no puede uno escribirle una epístola a su madre querida con un poco de silencio?”. “Pero si tú no sabes escribir”, objetó Pier. “Ni mi madre leer”, dijo Fransuá, “Pero eso no es excusa”. “¿Y cómo pretendes hacérsela llegar, eh?”, inquirió el primero. “Con esta botella de aquí”, resolvió el otro.

                Pasaron los días y la situación de Pier, Fransuá y el balón de Nivea no mejoró demasiado; extraviados bajo un sol tropical abrasador, bañándose de vez en cuando en las aguas del Índico para refrescarse, subsistiendo a base de los percebes que se iban adhiriendo al casco sumergido de la cofa… lo cierto es que ni tan mal. Fransuá terminó su epístola satisfecho con la elegancia de sus garabatos y arrojó la botella al designio de las corrientes. Pier dijo: “¿Falta mucho?”. Y Fransuá volvió a responder: “Que sí”. Y para cuando quisieron darse cuenta habían llegado a esa inhóspita región señalada en las cartas de navegación con el inquietante lema de “Aquí hay dragones”.

                “Por cierto”, comenzó a decir Pier, “¿A dónde vamos?”. Fransuá, ya carente de paciencia y francamente deshidratado, contestó: “No sé cuántas veces tengo que decirte que a Madagascar”. A lo que Pier respondió: “¿Y eso? ¿Es que no volvemos a Marsella?”. Y Fransuá soltó su perorata: “Ni por asomo. Nos dirigimos a Libertalia, la tierra de los hombres libres comandados por el electo capitán Misson. Donde todo es de todos y el sudor de la frente de cada uno tiene su justa retribución. Donde no hay más ley que la que beneficia a la hermandad al completo y donde uno puede tirarse a la bartola fumando hierba mientras escucha a los Maytals en paz sin que ningún rey de pacotilla se meta con nadie. ¡La utopía, amigo mío! Vamos allá donde nuestros cuerpos nos pertenezcan sin ser explotados por ningún poder superior”. “Vaya”, respondió el otro, “Suena de lujo”. “Y tanto que sí”, confirmó Fransuá. “¿Y falta mucho?”, preguntó de nuevo Pier. “Ya casi estamos”, dijo Fransuá, con los ojos brillantes, “Mira, por babor ya se adivina la costa”. “¿Eso que es, a la izquierda o a la derecha?”. “¡Ahí mismo!”, señaló Fransuá. “¡Es verdad! ¡Hurra!”.

                Pero el regocijo les duró lo justo, pues enseguida el balón de Nivea exclamó: “¡Ojo cuidao!”, y una panga terrible, de unas diecisiete toneladas, nada menos, emergió fugazmente de entre las olas y los engulló a todos, cofa incluida, en un bocado atroz.

                Sin embargo, la botella de Fransuá llegó felizmente a su destino, pero con una demora de trescientos años, en 1987, y se descubrió que la epístola que contenía era una traducción al portugués casi literal del octavo capítulo de Luz de agosto, de Faulkner. Lo cual no deja de ser un auténtico misterio cuya solución jamás obtendrá respuesta.