Los niños se
reían de mí por llamarme Carpio, pero me gustaba. No todo aquello de las burlas
y bravuconerías, sino el nombre en sí. Tiene algo de magia, algo de payaso
sagrado, algo así como el fresco estupor de la fina lluvia norteña en los
párpados.
Siempre he
creído en que el nombre propio influye en la personalidad de cada uno, como un
signo, pero ahora me han hecho ver que nuestro nombre no tiene por qué ser el
mismo con el que nos salpican de agua santa susurrando inocuos conjuros sobre
la llorosa facha, sino una palabra que nos define, una esencia resplandeciente.
Ése es nuestro nombre.
¿Pero qué
vamos a saber nosotros, si sólo somos una manada jumdirilla de lunáticos
joroschó que se tumban a la sombra de los árboles?
Me decían
cabeza de calamar, pero nunca entendí el por qué. La nostalgia es el primer
síntoma de ser humano y por eso olvidamos los miedos y torturas de la infancia
para recordarla como una verde campiña de margaritas y verde trébol bajo el
cantar del mochuelo y de la alondra. Pero engañarse para complacerse es el
segundo síntoma de ser humano.
Yo creo que no
somos más que monos calvos y locos.
¿Pero qué voy
a saber yo, si escribo esto en una madriguera tenue alborotada de cachivaches y
mamotretos, acomodado en el hogareño colchón?
Volví a soñar
que era un astronauta dormido en el fondo del mar, pero esta vez no sentía las
mareas acicalando las algas, sino silencio. Me asusté, a mi manera, pero no fue
un sueño inquieto, sino custodiado por una calma solemne o algo así.
Supongo que
hay que ser feliz siempre.
¿Pero qué voy
a saber yo, si mi escafandra me sirve de pecera para el flagrante koi heyoka [1] de mi
barriga y no sé del mar más que es grande y azul?
Mi papá me
enseñó una vez —aunque, siendo justos, me lo tuvo que repetir muchas veces— que
los senderos ya están hechos para ser andados, y que no hay que inventar la
bombilla cada vez que te quedes a oscuras, también que hay que darse prisa
porque el hielo se derrite y pronto el agua lo anega todo. Y que hay que ser
feliz.
Mi mamá me
enseñó a ser paciente, supongo. Y que aunque no se tenga humor siempre hay
sitio para una broma. Me enseñó a respirar bien profundo y a escuchar con oído
joroschó los bramidos de las olas. Me enseñó a leer, y que
no sólo hay que hacer lo que se quiera sino también querer lo que se hace. Y que hay
que perseguir los sueños. Y que hay que ser feliz.
¿Pero qué van
a saber ellos, si se besaban suspendidos en una pétrea pared en aquella foto
vieja que tanto me gusta?
[A mi hermana le dedicaré otro capítulo.
Leí cartas del
norte que decían:
»Fríos
susurros arrastra el aliento desde Jutlandia. Cruzamos obnubilados las aristas
del laberinto anacrónico con las manos expandidas y agitadas y la mirada
desviada en su propio globo.
»Fríos
sudores de la paranoia amable que convierte el paseo en un terrorífico evento
con final feliz extremeño cerrando el círculo de la novatada de la percepción
histérica y otras vesches.
»Que
caminamos sin rumbo en círculos heptagonales evitando los puentes, asustados
por el vertiginoso gira y gira de la moneda terráquea.
»¡Beaumont
y Village, héroes del acertijo del laberinto anacrónico!
Y no entendí nada.
¿Pero qué voy entender yo, si el mayor océano que conozco
es una palangana de plástico navegada por barcos de corcho tripulados por
hormigas?
Aquel viejo catalán, al marchar de Macondo
para volver a su aldea natal, dejando un montón de libros, dijo algo así como: —¡Acá
le dejo toda esta mierda!
Y no le faltaba razón porque, al final
de todo —que también es el principio—, no sabemos nada.
1 comentario:
kikikikiki ki ki
Por los mares de Carpio bien se navega muy bien en el barco de papel periódico.
Jumdirilleadamente pero si olvidar la fuerza que posee toda escoba a base de barrer tanta mierda.
JOROSHO por ti, por el laberinto.
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