27.4.15

Gula.

Se trata de una bestia de una sola boca para ningún estómago, que yace recostada en la sexta grada con la mirada obtusa, ávida del próximo plato.

De sus escuálidos brazos cuelgan jirones de pellejo purulento y sucios de polvo, y con ellos sostiene sendas agujas de reloj con las que va despedazando la carne para llevársela a las fauces.

Resulta que se reclina ahí mismo cada día para ver cómo sueño en mi colchón, cómo me aseo y cómo me desplazo. Con esas migajas se hace una bola y la engulle sin un pestañeo. Observa cómo tecleo, cómo busco en cada estante, cómo saludo y me despido con el mismo gesto. Y esos momentos los mastica con sus doce filas de dientes y los traga esperando a que haga otra cosa.

Si se me ocurre una idea, eso es un bocado. Y si me tumbo a mirar las nubes pasajeras, me creo que la estoy matando. Pero ahí sigue, rumiando con el chasquido de un metrónomo que nunca se detiene. Y así todo devora. Y siempre tiene hambre.



23.4.15

Huevo.

Gómez irrumpió en la habitación con brusquedad. —¡Alguien se ha comido el último huevo! —vociferó— ¡Era mi cena y lo sabíais y de aquí no se va ningún menda hasta que el culpable se descubra!

Harry encendió el canuto que descansaba entre sus labios y Torpe alargó el brazo para que se lo pasara. Yo dije que no había tocado los huevos de nadie y seguí mirando la tele. Ponían un documental de lémures.

Gómez se interpuso entre Madagascar y nosotros y se cruzó de brazos con el ceño fruncido esperando una respuesta. Nadie movió un dedo, y al rato se fue a la cocina blasfemando entre dientes.

Torpe se levantó entonces para ir al baño, yo me llevé dos dedos a la boca mirando a Harry y éste me alcanzó el porro con un gruñido ahogado.

Respiramos.

—Harry.
—¿Eh?
—¿Qué piensas que se dicen los pájaros cuando cantan?
—¿Cómo?
—Yo creo que sólo hablan de comida. Ya sabes, bichos, gusanos y todo eso.
—Ah.

En eso, regresó Torpe, y nos preguntó si alguna vez, después de mear, no se nos había quedado una gota en la punta del pijo que nos mojara el calzoncillo. Apenas tuvimos tiempo de responder, cuando nos dimos cuenta de que el pantalón de chándal de Torpe estaba todo empapado de la bragueta a las rodillas, y claro, nos descojonamos hasta que Gómez olvidó sus pesquisas y se vino con nosotros.

Empezaron los anuncios; un viejo en una vieja ciudad en medio del desierto se pone una mano de visera y descubre en el horizonte un coche deportivo que se acerca a toda velocidad levantando una densa polvareda y que frena derrapando en plena plaza mayor. Una supermodelo sale del vehículo detrás de sus propias piernas piernas piernas y, sonriéndonos a nosotros, nos aconseja que nos enjabonemos el pelo tres veces al día con un champú hidratante de esencia de cacahuete y que abramos una cuenta de ahorro al nueve por ciento en un banco de las islas Tokelau y que para el estreñimiento no comamos kiwi, sino unos comprimidos.

Para mí la pantalla había empezado a perder interés y me quedé embobado con las cáscaras de pipas del cenicero. Me sumí en ese letargo durante toda la publicidad y el resto del programa, y, cuando quise darme cuenta, estaban dando el tiempo y por toda la geografía se habían dispuesto huevos bien fritos y relucientes y entonces Gómez se volvió a cruzar de brazos.

—¿Quién coño se comió mi huevo?

Accedí a ayudarle a investigar, pues de todas formas pretendía acercarme a la cocina para prepararme un sándwich. Lo primero que hice fue enchufar la destartalada tostadora y meter el pan entre chisporroteos. Luego le dije a Gómez algo como: “Lo primordial es buscar en la basura”. Miramos bajo el fregadero y el cubo estaba lleno a rebosar con las pieles de banana cayendo como lianas por los bordes, pero no vimos cáscaras de huevo.

Examinamos los elevados pilares de platos y ni rastro de clara, tanteamos con los dedos entre las cajas de pizza vacías y ni media yema. Le dije que buscara en la nevera, pero rechazó la idea alegando que ya había mirado.

Trasladamos las indagaciones al resto de la casa y, no dándonos por vencidos, nos aventuramos a buscar también por la calle.

Miramos en el parque y en el estanco, donde yo aproveché para comprar un mechero naranja, y después buscamos en un par de bares y en tantas botellas. Pero el huevo no aparecía.

Regresamos exhaustos y haciendo eses. Me acompañaban, al menos, tres Gómez, y todos parecían tan borrachos como yo. —Me meo por no llorar —dijo uno de ellos, y se sacó la chorra entre dos contenedores donde lo echó.

Yo me apoyé en una farola torcida y lancé la vista al final de la calle, a nuestro edificio, aquel edificio de ladrillo del que brotaba una nube negra y densa. Y así me quedé hipnotizado con las voluptuosidades de aquella nube, las llamaradas que se adivinaban en mi ventana y la música del chorro de Gómez sobre el asfalto.


Después cantaron las sirenas, y así fue como naufragamos.

Mariola Bogacki

18.4.15

Casiopea.

a Jerry García.


Pasaba los días acumulando sueños, inspirándome con mis propias aspiraciones, testigo del transcurrir con caparazón redondo y pies de quelonio.

Pulsé un botón que me sacudió levemente el índice de un chispazo y la pantalla se puso en standby, la tierra tragóseme, y desde entonces introduzco un boleto en el torniquete que la hace girar, y así voy y así vuelvo, cuando me escupe.

Por el camino vi cómo del teléfono de una muchacha salían unas garras negras y transparentes que se hincaban en su nuca y tiraban hacía sí de la cabeza solazada. Y pensé que algún día tendremos dos pares de pulgares y serán los aparatos los que jueguen con nosotros.

Se adivina la acera entre la basura, y entre los bosques de corbatas me percibo como un paria y me zambullo en una sonrisa que va flotando por encima de los semáforos, y las parabólicas y, entre comillas, estoy en casa.

Paladines de la tristeza visten ojeras por armadura, y el único paisaje que se vislumbra por la ventana es el propio reflejo del interior del tubo, y las pupilas se esquivan como polos idénticos. Y me disfrazo de un único grano de arena que en un desierto se vuelve nada.

Café y canhaba para las mañanas con el redondo rubio colándose a través de las cortinas. Yo sólo me entretengo intentando ver qué tengo en el tenedor y sólo sé que no estoy aquí para gustarte a ti, así que fluyo.

Me voy al traste y me encuentro entre las cuerdas, coma, las teclas, las letras, las notas, punto. Me acuerdo de las cosas por el olfato y con tanto humo no sé si fue ayer o será cuándo.

La vida se sucede y nos damos cuenta y nos anestesiamos y al final uno se encuentra cómodo siendo un punto en perfecta autocomplacencia, feliz ciega y sosegadamente. Y cuando toca salir a respirar, nos vemos maravillados por la luz de la superficie como si aquello no fuera lo real y se tratara más bien de un sueño.

Y es que la realidad no la dictan las palabras, sino los hechos. Y pensando de más, pasa lo de siempre, y lo demás lo traemos porque lo hemos cogido en el laberinto que construimos y ahí mismo nos perdimos por tener muy corto el hilo.

Olvidé los globos de colores, las burbujas, los olores. Olvidé los ronquidos de dragones, las piedras rebotando en el río, la leña ardiendo de noche, el zumbido de los mosquitos. Olvidé el dormir despierto y el soñar contigo.

Pero tengo una amapola, y un pez bajo el ombligo. Tengo también un colibrí que liba por mí y pulula en espiral por mis pupilas y entre los otros. Tengo que escribirlo. Traigo un rostro roto por cada nuevo descosido y está todo en garabatos en cuadernos y si lo leo me voy conmigo.


Suelto una lágrima y sonrío. Y me digo que nos hacemos viejos, amigo, que vamos por buen camino. Que el hogar está donde está el trasero, y que siempre nos tendremos, aunque el suelo no sea el mismo.

Brandon Dover

13.4.15

Gizmo.

Destrozamos la cafetera eléctrica con un martillo y una escultura de salón horrible y esparcimos los restos sobre la alfombra. Esto nos dio la idea de quitarnos los calcetines para ver si en algún pie aparecía el rostro de cualquier profeta dibujado en sangre y pelusas. Para merendar optamos por unas tostadas con aceite, pero Pete puso la ruedecilla del tostador al cinco, en vez de al dos y un tercio, y se nos quemó el pan. Nos tomamos el aceite a cucharadas, pero así no es lo mismo.

Pete se sentó en el alféizar de la ventana con las piernas apoyadas en la mesilla del teléfono mientras yo buscaba algo más que destruir. Me entretuve un rato arrancando pedazos de la pintura del techo y dejando que cayeran al suelo para que se hicieran trizas. Entonces Pete agarró el palo de la fregona e intentó partirlo con la cabeza, pero como era de plástico, sólo se dobló.

Encontré un cajón lleno de mecheros y me dediqué a lanzarlos con todas mis fuerzas para que explotasen contra la pared. Fue entonces cuando vi a Iggy agazapado en una esquina. Llevaba un chaleco naranja fosforito y un casco prusiano con Paco Pico sobre la visera, y no hacía más que mascullar insultos y sandeces mientras encendía y apagaba frenéticamente el interruptor de la luz.

Pero no había bombillas ya: Pete se había ocupado de ello con su vieja escopeta de perdigones. Ahora se envolvía en kilómetros de papel higiénico como en una pupa y me pedía que le alcanzara el rollo de aluminio para no quedarse a medio metamorfosear, y que le preparara una pipa.

Yo hice ojos sordos y miré los discos en la estantería y encontré un grifo con gafas de sol redondas y al abrirlo salió chicle rosa líquido y un par de minutos después nos vimos tumbados panza arriba en el suelo con las piernas sobre el sofá y de nuestras bocas brotaban pompas.

Graznó el portero automático y perdimos el equilibrio. Iggy se arrastró como un varano y escondió la cabeza en el tambor de la lavadora con una lengua bífida silbando entre sus dientes. Yo me hice el muerto, y Pete se encerró en el baño de un portazo.

Volvió a chillar. Pánico. Ahora silencio. Pete, susurré, Pete. ¿Qué? Llaman abajo. Yo paso de abrir. ¿Y si es alguien? Yo paso.

Me asomo entonces por la ventana y entrecierro los ojos para enfocar la vista. Parece Néstor, pero sólo distingo de él el remolino de su coronilla. Desde arriba todo el mundo se parece.

Chst, Néstor, digo desde lo alto. Néstor levanta la cabeza y achina los ojos, me reconoce con una sonrisa cegada por el sol. Ábreme, dice desde abajo.

Le dije con mímica que Pete estaba en el baño, que ahora salía; y él hizo aspavientos con la cabeza y gritó que le abriera o que le tirara las llaves. Le saludé con la mano y volví adentro, y, entre que Néstor y Mario (el mecánico de enfrente) se intercambiaban miradas cómplices en el desconcierto, Pete salía del baño con el pelo y la camiseta empapados y apretaba el botón.

Néstor llenó la nevera y se sentó en el sofá sin reparar en que Iggy se había transformado en un lagarto de cincuenta kilos cuyas piernas de ñandú asomaban por la boca de la lavadora. Tampoco se dio cuenta de que Pete había arrancado de su maceta el cactus que tanto me gustaba y se había plantado inmóvil en su lugar con la pantalla de la lámpara en la cabeza; ni de que sobre la tierra desperdigada por el suelo, un puma había dejado un rastro de huellas.

Había oscurecido y ya sólo se adivinaban las cosas por su silueta. Iggy se había aletargado en su refugio y ya apenas respiraba de vez en cuando. Pete optó por probarse todos sus abrigos al mismo tiempo y, así vestido, meterse en la bañera.

Néstor y yo, mientras tanto, mezclamos mejunjes en la coctelera y logramos un brebaje que rezumaba una neblina de jade aterciopelado. Probamos unos sorbitos y las sienes se nos estiraron hacia arriba cosa de un metro o así y las orejas se nos pusieron de punta y hasta se nos enroscaron hacia arriba las uñas de los pies.

De debajo de la alfombra empezaron a salir comadrejas y roedores y yo hice como que no pasaba nada porque los demás tampoco hacían nada al respecto. Empecé a dudar: ¿Sólo yo veo las alimañas, o es que resulta que son imaginarias del todo?

Por el rabillo del ojo vi como Néstor se sacudía algo del hombro y no supe si se trataría de polvo o era de uno de esos ratones. No me atreví a preguntarle.

La habitación siguió inundándose de esta manera durante una eternidad, y entonces vino alguien y rompió el silencio. Esparció los restos sobre la alfombra. Después dijo:

Si ahora venís todos así, como estáis de desnudos, conmigo a la mesa, y os pregunto qué tenéis pinchado en el tenedor, decidme, ¿Sabríais responder?

Aquello fue un momento helado y aterrador. Y me vi desde fuera de mi cuerpo como siendo una copia de yo mismo, pero mucho más pequeño y levitado, y desde esa perspectiva se advertía un laberinto dibujado en mi contorno en cuyo final no aguarda una esfinge, sino un agujero. Un agujero en la roca por el que se oye respirar.



11.4.15

La ninfa.

Cansado de estar cansado me decidí por acostarme temprano y mirarlo todo después, cuando fuera ya de día. No sé cómo llegué a tales derroteros, pero pronto me vi pensando en ella y, maldita sea, hacía una eternidad que no lo hacía. Pienso que nunca estuve realmente enamorado de María, que fue cosa de unos días, la alegría de las pequeñas cosas, ociosos al sol, y un puñado de no tan pequeñas bolsas, más bien copiosas, repletas de maría. Qué época tan feliz aquella, de veras. Ojalá me hubieras conocido entonces. Llevaba un par de meses trabajando en la librería y no podía sentirme más en mi sitio que colocando libros en sus respectivos. Los jueves, al mediodía, subía desde nuestro piso en la calle larga hasta el mercado de la plaza y compraba frutas y verduras, para después refrescarme con tantas cervezas a la sombra disfrutando de la compañía de los que gozan charlando acerca de cuán lejos quedó el invierno. Con la luna llena de marzo habían llegado los seis de Wanda, y a menudo nos acercábamos a La Albuera para visitarlos en su diminuto palacio, que era una carpa púrpura con travesaños de madera y ahí mismo, con mi pez rebosando naranja, aprendí a hacer barcos de papel. Había pasado los últimos meses viajando, de Lisboa a Ámsterdam pasando por Jerez, y, sin apenas tiempo para haber deshecho la mochila, ya se encargaba un picoleto de registrarla buscando escoria justo a dos kilómetros de Coria. De aquella noche recuerdo bien poco y se trata de una sonrisa que me colgaba de las orejas mientras se me enredaban en el pelo unas polillas como leviatanes. Joder, si nos reímos. Ella llegó sin que yo quisiera percatarme demasiado, enfrascado como estaba en Cien años de soledad y los submundos de Alonzo Testa. Había fabricado con mis propias manos una pompa enorme y cómoda donde cabían un montón de cosas y donde me lo pasaba fenómeno. Y ella, ay, ella, reina de las pompas, bruja de las burbujas, ninfa entre los nenúfares; ella fue la libélula que con los ojos morochos y achinados fue a posarse en mi fina película, mi animula vagula blandula, y ésta se fundió, confundida. Hubiera sido un crimen no haber besado aquellos labios esa noche. Fuimos felices y después me fui y ella se fue. Y ella se fue. Y ella se fue. Y en todo este tiempo no ha hecho más que crecerme la barba y mientras tanto me he ido desconociendo tantas veces… Y hoy… hoy sólo quiero volver a mi puesto de libros en el ágora y charlar con aquella chica risueña de mejillas sonrosadas con la que compartí un pacto secreto, oculto en una vieja maleta. Hoy sólo quiero que el latido del teléfono me pueda devolver su voz, aunque sea por un rato, y así yo saber que todo va bien, que es así, que es el tiempo. El día en que me di cuenta de que no quería seguir, nos vimos todos en la viña y bebimos cerveza en lata al sol descalzo, durante toda la mañana. Fui a trabajar por la tarde, y al salir, me hicieron una entrevista. Después entramos en un concierto de Latin Jazz con botellas de cerveza en las perneras del pantalón y, cuando terminó, nos dimos de bruces con la inauguración de un bar en la calle de los ídem, y ahí ya fue cuando nos rendimos a los efluvios de la birra que fluía, que corría por cortesía de una barra libre que repartía a rebosar. De todas formas no tardamos en regresar, a eso de la medianoche y cargados de provisiones, dispuestos a degustar el insólito menú que el azaroso yoquesé nos había preparado: sendas raciones de hongos psilocibios con una mijita de fenetilamina de iodo. El viaje a partir de ahí fue de cada uno y ya se ha escrito mucha psiconáutica; lo que quiero decir es que aquella noche vi un aguará guazú que ansiaba de lejanas praderas por donde pulular mientras yo prefería ponerme a ulular sentado bajo un árbol y entonces la luna se hizo grande entre las ramas —esto fue la segunda entrevista— y yo, qué más, pues me puse a temblar con el crujir de una bujía y de la risa se me olvidó todo, y por detrás de los pájaros amaneció en el cielo. Y yo quise beber de la botella de vodka, pero ella no quería que lo hiciera. Y yo sentí que hacía años que no la veía y que de todas formas quién era ella para culparme de hacerle daño. Ella masculló que el alcohol era el demonio y yo me declaré abrazador de Abraxas y cambié sus labios por los otros, los de cristal. Unos días antes había nevado en pleno mayo. Lo que pienso ahora que esto significa es que, a veces, hay un resplandor, un chasquido, como en un cambio de rollo en un proyector; y dura apenas un instante, un parpadeo. Ese parpadeo fue lo que ella y yo tuvimos, y al volver a abrir los ojos, ya no estaba. Me volví más distante y, al poco, ella terminó de impartir un curso de creatividad en la facultad y puso un pie en el oeste. Unos meses después yo volvía de Irlanda con una espada de madera y ella se tocaba los mechones del cabello con plumas de cóndor y sudaba en temazcales con San Pedro. No digamos ya ahora, un par de años después. Y es que es así, yo lo he visto: los caminos que se cruzan no son por ello convergentes, que en un pispás te ves al otro lado del globo y vete tú a saber quién carajo esconde la chincheta. Pero algo ocurre y es lo que trato de escribir; María ya no está. No es que haya muerto, ni esté desaparecida. Ni siquiera sé si está, pero para mí, no está. Como si con ella se hubiera ido la alegría de aquellos días. No es que no haya vuelto a ser feliz desde entonces, simplemente se trata de una felicidad distinta, tal vez más madura, más curtida, más sencilla. Más relajada. Creo que aquel día, aquel día en que me fui, en que se fue, en que nos fuimos, algo se fue en mí, como si la infancia se tratara de una naranja que se fuera desgajando con los años y cuyas porciones hay que cuidar como tesoros para poder más tarde disfrutar de la jubilación. No fui justo con ella, pues la culpé en secreto de ocupar mi tiempo y de impedir con su presencia que yo pudiera sentarme a escribir en mi trono de mimbre; cuando lo único que ella pretendía era ser musa, quizá con cierta insistencia, todo hay que decirlo. Ahora lo comprendo desde otro cerebro, que es el mismo, pero más viejo, y lo veo todo con cariño. Todo aquel capítulo en mi vida, en el que disfruté y sufrí, a partes no iguales, por no saber sacarle un provecho creativo a todos los acontecimientos y las tantísimas nuevas experiencias que decidieron darse cita en mi vida en un tiempo tan reducido y pleno. Ahora ya sé que las ideas son semillas que han de arraigar y crecer con la calma, que los temibles bloqueos de escritor no son más que temporadas de barbecho, y que son los propios escritores los que se arrancan las canas de la cabeza en vez de distraerse con la vida y decirse: Ya llegará, ya llegará. Y mientras tanto, yo guardo una  maleta bajo la cama, por si acaso, y esa ballena de plastilina,  y este cuello bien largo y joroschó que navega por las nubes que me salen al paso y, de fracaso en fracaso, veo como las barrigas crecen, las espaldas se encorvan y sin embargo alguno de estos cuervos traerá algo nuevo y bueno y pensando eso estoy tranquilo, no me descuido, voy dando pasos.

5.4.15

Hebras de lana.

Joder, ya no podía más. Gota a gota me había ido derramando por el suelo y, agotado, me entró el sueño y me quedé tendido, rendido, tumbado sobre el colchón que había sido mi propia tumba y mi mismo palacio. Así, bien despacio, accioné el botón de cierre que hay entre mi seso y los párpados. Y al fin, con todo oscuro de nuevo, me atreví a sonreír, pero no pude dormir por el jaleo de un puñado de ovejas que, entre jadeos, se habían puesto a contarme a mí.

De la cuenca del cenicero brotó entonces una serpiente bailando, y yo, aun sin flauta mágica, había de ser encantador. Aunque fuera yo mismo el hechizado.

Las ovejas siguieron balando y las cabezas se nos colmaron de alquitrán y una suerte de ser de dedos largos removía con un tenedor mientras nos frotábamos los ojos.

¿Cuántos somos ahora? —intenté decir con la boca llena y escupiendo gargajos— ¿Por qué carajo peleábamos?

Me distraje, y esto también me lo contó una oveja. Me dijo: vete de viaje, olvídate. Que un mono en su pecera piensa que sapiens, mas solo araña la corteza. Que sólo con arrastrarse sobre dos patas para dejar libre la barriga no se logra ahogar el hambre de ser hombre, ni la vergüenza que trae el verse despojado.

¿Y qué soy? —musité con la lengua partida— Si tratando de ser alguien me pierdo en el camino y me sudan las palmas de las manos y no sé ni lo que digo. Si me descubro animal de sangre fría, más de lo que temía, más de símil y algo de lagarto. Si saliendo al sol se me alargan hasta los huesos y cuando me oculto en mi agujero, cojo y me largo.

Si algo sé —susurró— es que hay que ser lo que se sea, lo que se tenga, en este injusto momento. Que no hace falta más que una nariz para oler las flores y que a solas se está bien, pero sólo si las olas siguen siguiéndose unas a otras.

¿Y de qué me sirve tanta flor y tanto aroma si ninguna se detiene para olerme a mí?

La oveja explotó entonces, empezó por las orejas, y salpicó mi blanca frente de emplastos de cera y manchas rojas. Traté de limpiarme con la manga, pero estaba desnudo y manché también mis brazos. Busqué el río, busqué un lago, y no encontré más que sucios charcos y algunos sorbos en esos vasos.

Así, de esa guisa, me zambullí en los ladrillos de la pared y me sentí como sospecho que somos: una suerte de fuego sólido, un juego complicado, un truco descubierto, un temblor en cada mano… Una verdad dicha mil veces convertida así en mentira, una mitad sin apariencia, y el resto anomalía.

No supe más del tema, ni tampoco investigué. Si acaso miré mi reflejo en la ventana y le sonreí, y me sonrió, y así me quedé. Los animales se durmieron y ¿sabes qué? Desde entonces ya respiro, y apenas lo recuerdo, como si fuera el mal sueño de otro. Hoy sólo estoy yo, y con eso me conformo.

¿Y ahora qué? Si parece que no hacemos otra cosa que empezar de nuevo. Y es que es así, no queda otra: Cada día es el primero.


26.3.15

El hoyo del viejo Tom (II).

Flipábamos en colores con los pies colgando de un columpio entre dos chimeneas que parecían palmeras. Íbamos descalzos, y los tejados y las azoteas eran como islotes de roca y bancos de arena. El mar, abajo, todo lleno de peces nadando las corrientes y haciendo así con la boca.

Me gusta observar el perpetuo desgaste cósmico, quedarme delante de un cubo de hielo que se derrite y ver cómo se me cae la baba, prender la mecha de una vela y ser testigo del paulatino baile de la cera derramándose, eso y los guijarros arrastrado por el río; son placeres.

Soñé que pescaba en un hoyo muy profundo, como el del viejo Tom, y el sedal de mi caña eran cordeles que había ido encontrado por ahí, y que había enlazado por los extremos. En mi sueño el anzuelo al final del hilo colgaba detrás de mi nuca y, sin darme yo cuenta, se enganchaba en el cuello de mi camisa.

Tiré de la caña hacia arriba, pensando que por fin algo había picado, y salí volando por los aires. Cuanto más tiraba, más alto subía y mayor esfuerzo tenía que hacer para mantener la caña de pescar entre mis manos. Mi casa se veía detrás de unas montañas, alrededor era un océano.

Esperé y esperé, unas veces más arriba y algunas otras más abajo, y no fue hasta bien pasado un rato cuando me percaté de que estaba tirando de mí mismo. ¿Y cómo bajo ahora de aquí? —pensé. Y esperé y esperé y me salió pelusa en el ombligo.


Así estuve hasta que desperté, y es que no era más que un sueño, pero algo me pica en la nariz y es que en el fondo de ese agujero no lo fue, y recuerdo que era tan profundo que llegaba hasta la punta de mi cabeza. Pocas cosas tan hondas se me vienen a la mente y en cuanto a las ondas, mantienen su oscilar, pero eso es otro menester.

16.3.15

La puta picardía

         (...)

         Ayer cogí el autobús de medianoche, ya sabes, para dormir por el camino o conversar con los espíritus del aire acondicionado mientras los demás roncan. El caso es que me asusta dormirme, por si luego amanezco en la isla de Battle Royale con sólo esta pinza de tender y los cordones desatados, así que no pego ojo.

         Las horas pasan realmente despacio en un autobús nocturno, créeme. El único paisaje que se ofrece es un negro sólido, y si tienes suerte quizás puedas ver las estrellas, pero vamos, que eso termina aburriéndote en poco rato. Esta vez me tocó asiento de pasillo, y eso dificulta de veras el encontrar una postura decente, no digamos ya cómoda.

         Una de las cosas que más me repatean de los autobuses es toda esa gente que reclina el respaldo de su asiento sin ni siquiera preguntar. En serio, si el tío que va delante me dice: Oye, ¿te importa que me eche un poco para atrás?, yo le digo: Claro, por supuesto. Y ya está. Pero cuando lo hacen sin pedir permiso, mama. Entonces sí que me toca los cojones.

         Ayer mismo me tocó una señora mayor. Ya había inclinado un poco su asiento cuando yo llegué, pero no me importó. Yo qué sé, se la veía bien entrada en años, y yo, siendo un niño, podía permitirme cederle unos centímetros de mi espacio vital de alquiler, digo yo.

         Lo de siempre, siete horas de trayecto, demasiado despierto para dormir, demasiado dormido para estar despierto; el coco cavila. Pronto uno descubre que no sólo una única mente habita su cráneo, y que si se queda lo suficientemente quieto y está atento, puede percibir cómo estos pedazos de la propia personalidad dialogan entre sí, a veces con halagos, a veces con insultos.

         Y mientras tanto, 6:33… 6:33… ¿6:31?

         Parece que no llegas nunca y te da la sensación de que cuando vuelvas a hablar con alguien no vas a ser capaz de reconocer tu propia voz. Yo pensaba en todo esto cuando la jodida vieja decidió que la inclinación de su respaldo no era del todo satisfactoria y, sin más miramientos, alargó una arrugada y decrépita garra y tiró de la palanca hacia atrás, así.

         Y yo, claro, flipando. ¿Qué le digo? “Señora, le importaría volver a poner el asiento como estaba?” Yo qué sé, no quedaba nada para llegar a la estación y la gente me vería como un cascarrabias así que resoplé hiperbólicamente para manifestar mi descontento, pero la vieja pasando.

         Hinqué las rodillas en el ínfimo hueco como buenamente pude y entonces se me ocurrió darle empujones para ver si le daba por inmutarse, pero una vocecilla aquí arriba me dijo que eso estaba feo, que yo no era así. Esa clase de persona. Ya sabes cómo soy yo, joder. De todas formas aproveché un bache en la carretera y aumenté sus efectos con un impulso de las rótulas. Seguí haciendo esto el resto del camino con una sonrisa maligna dibujada en la cara, sabiendo que nadie, ni siquiera la vieja cabrona, se daría cuenta de lo que estaba maquinando. Me sentí bien entonces, joder, me sentí de puta madre haciendo justicia con un castigo tan sutil. Me dolían las rodillas, pero yo seguí dándole caña hasta que llegamos a la estación.

         Me apeé victorioso con mi cara de júbilo y nadie sospechaba nada con tales legañas en los ojos. Cogí la mochila y me fui directo al metro. Y entonces pensé en que yo siempre me he considerado buena gente, al menos un tipo amable por la calle, el típico que te sujeta la puerta y deja salir antes de entrar, el típico tipo amable. Amable e invisible. Y esta vez, siendo un capullo, me he sentido. Así, sin más. Me he sentido. He sentido que existo. Que estoy.

         Y no sabes cuánto me jode haber llegado a esto. La puta picardía de que si la gente ahí fuera es mala, entonces voy a ser el más cabrón. Odio eso. Odio eso. Odio que parezca que el mundo sólo puede girar así.

       (…)

7.3.15

El turista.

         Si alguien me preguntara por esos locos del sándwich eléctrico me haría el sueco un buen rato antes de confesar que sí que los conozco. Una noche salí a ver el partido con un amigo, hacía tiempo que no iba por ahí y al sentarme junto al grifo empecé a sentirme como un apócrifo ambulante y no moderé ni lo más mínimo el consumo. Seguro que hice el ridículo montones de veces, pero entonces no me importaba un carajo. Conocí conocí al amigo de un amigo y, cuando quise darme cuenta, alguien me había puesto un peta entre los labios y unas gafotas enormes con lentes verde pistacho. Estaba en un antro que debía de ser su club. Alguien disfrazado de gorila bailaba tango con una lámpara y otro tipo con los ojos inyectados en sangre y ampliados ridículamente tras unos cristales de culo de vaso vaciaba un frasco de paté en la pecera sucia y los muiles lo engullían todo en una orgía de escamas y aleteos. La música era un galimatías indescifrable que aun así tiraba de nosotros como si fuéramos marionetas arrítmicas a las que se le cae la baba por las comisuras de los labios. Alguien ha puesto azúcar en mi ginebra de la victoria y se sabe amarga. Hubo una sacudida sutil. Busqué caras conocidas. Aquello parecía un baile de máscaras de carne empapadas en sudor. Rostros ebrios. Contoneos embriagados. Me sentí extrañamente sumergido en una salsa. Los pavos arrastraban un barril sobre la alfombra y las pavas libaban tequila y limas apostadas en la barra de la esquina. Vi mis manos de reojo y no parecían las mismas. Se abrían latas con llaves, espuma por las camisas, el suelo una película pegajosa y fría. Un gordo se había quedado dormido en el sofá y el hombre simio saltaba sobre su barriga. Una tía maúlla en el rincón con los dorados rizos resbalándose por su espalda. Otra mastica un palo con los dientes y ni esta boca es mía. Me acerco a la nevera y busco una gaseosa. Otro tipo me rodea con un brazo, y echándome el humo en la cara, me recita en verso algo que no entiendo y me alcanza el vino tinto y nos ponemos a beber. A partir de entonces se diluyen los recuerdos, y se posan al fondo que es como un disco mojado que nunca se llega a colmar. Miradas derretidas. Olor a sal y alcohol. La constante sensación de estar bajo el vuelo de los cuervos negros. Hilaridad desencajada. Euforia embebida por la autodestrucción compartida. No me sentía feliz, me sentía liberado de todo. Gozando del terror de quien baila junto a un precipicio. Sin alas para volar, sabiendo que para caer no las necesito.

Ralph Steadman

1.3.15

Lo plácido.

Me gusta el negro de los surcos. Me gustan las curvas y cómo nos las vamos amasando. Me gusta palpar algo con los ojos abiertos e imaginar que es la primera vez. Y me gusta demasiado que tú (…). Me gusta ser testigo del desorden en mi escritorio, me gusta sentarme a no hacer nada mientras ocurre y se escurre por el tablero para acabar cayendo al suelo. Me gusta oír interferencias en la radio y la última voluta jónica del cigarrillo que se apaga. Me gusta cuando entre los dedos y los adentros no hay más que dos finas capas de papel higiénico decorado porque me percibo real, aun esclavo de los procesos de un cuerpo. Me gusta el café y el dulce fósil al fondo de la taza al día siguiente. Me gusta que se me arruguen las yemas cuando pienso en la ducha. Me gusta lo blanco del huevo. Me gusta la luna cuando esboza una sonrisa. Me gusta tener frío en la cara por la mañana. Me gusta cuando me descubro un nuevo síndrome y el espejo se ríe. Me gusta buscarme en el fondo de mis pupilas aunque no me encuentre nunca. Me gustan esos pliegues en tu rostro. Me gusta el magnetismo de la mímica cuando te miro y tú me miras y estas miradas se reflejan entre sí dejando sólo un gesto y un lazo sin nudo. Me gusta entonces quedarme mudo. Me gusta mirarte sin que te des cuenta. Me gusta que me veas cuando no estoy. Me gusta soñarme contigo y que en mi sueño me cuentes los tuyos y que en tus vacíos estén los míos. Me gusta el sonido de las cucharillas al bailar. Me gusta mirarme los cordones cuando camino. Me gusta el rubor del que no se atreve a, o no está seguro de, o del que, de pronto, se ve observado. Me gusta subir los escalones de tres en tres y bajar deslizándome por el pasamanos. Me gusta lo que empiezo y nunca termino y me gusta cuando termino lo que hago. Me gusta encontrar tesoros que no buscaba. También me gusta perder tesoros para darme cuenta de que no lo eran tanto. Me gusta quedarme sin palabras. Me gusta encontrarlas cuando ya se ha hecho tarde. Me gusta cuando hablo y no me entiendes. Me gusta mirar a un sitio y que ocurra algo. Me gusta tumbarme panza arriba y que vuelen los pájaros. Me gusta la elegancia de los peces, la torpeza con la que me levanto, la alegría del verano cuando llueve, la tristeza del silencio mudo que se apaga. Me gustan las farolas. Me gustan las señales. Me gusta el distraído tacto de nuestras manos cuando no llegan a rozarse. Me gusta el polvo de los anaqueles y los vistazos al pasar. Me gusta ese lunar. Me gustan los círculos, las serpientes que se devoran. Me gusta cuando los caracoles se asoman sin saber que habrá detrás. Me gusta un perro con la lengua fuera, me gusta ver crecer las plantas. Me gusta el agua en un vaivén y los pies descalzos. Este oscilar. Me gusta la canica que me regalaste. Me gusta cuando me siento fuerte. Me gusta ser pequeño y me cuelo por las rendijas y también cuando soy grande y alcanzo el cielo con las orejas. Me gusta el silencio y que sólo hable tu pecho. Me gusta guiñar un ojo y que el universo se desplace. Me gusta a veces estar conmigo y otras veces abandonarme. Me gusta no saber qué, no saber cuándo. Me gusta que lo que me asusta se asuste de mí y nos demos un abrazo. Me gustan los abrazos. Tus abrazos. Me gusta gustarme, cuando lo consigo, y cuando estando contigo nos gustamos. Me gusta el sabor de los recuerdos. Me gusta olvidarme de lo malo. Me gusta irme a dormir sin tener sueño, tener sueños despierto, soñar que sueño que es invierno y al despertar sea verano. Me gusta el susurro de un lápiz, las páginas en blanco. Me gusta abrir un libro, olerlo, y al terminar, posarlo. Me gusta la paciencia con la que me ves caer y cómo me tiendes la mano cuando me levanto. Me gusta cuando me siento sin peso. Cuando no pienso. Cuando me callo.