21.12.14

Wloski.

         Era una noche gélida. Glacial. Llevaba un mugriento abrigo lleno de jirones insuficiente para arroparme. El vaho que emanaba de mi boca, entreabierta por el agotamiento, se congelaba en el aire, salpicando mis roídas botas con un tintineo como si fueran las cristalinas cuentas de una lámpara de araña. No hay hogar al que volver. Intentaba en vano templarme con mis propias manos en un abrazo solitario. Y llegué a creer incluso que mis costillas se partirían entre el esfuerzo y los temblores. Pero no quedaba ya calor por allá. Ni siquiera podía recordar cuánto llevaba durando aquella ventisca. Tal vez siglos. Tal vez no. Apenas se distinguía el sol por el día como una mancha blanca diluida en aquel cielo gris. Y por la noche las estrellas pendían como témpanos, ajenas a su propia luz. Y yo sin nada que llevarme a la boca. Ni siquiera una triste cerilla. Sin refugio al que ir ni techo donde encontrar cobijo. Vagaba renqueante para no morir congelado. Como todos. Como todos los pocos que aún vagaban.

         Vi una luz más allá. Una luz cálida. Titilante.  Y entonces de veras pensé que por fin todo aquello había terminado. Que ya no habría de preocuparme más por aquel frío infernal. Que ya no sufriría por la falta de sustento o por los agujeros bajo mis pies. Pero no eran más que mis pupilas cansadas, que me estaban jugando una broma. Y aquella luz se trataba simplemente de una pequeña hoguera junto a la que se calentaba los viejos huesos otro vagabundo deshecho. Como yo.

         —¿Puedo sentarme? —le pregunté.
         —Sí, pero no ahí —respondió con voz ronca y congestionada—; he vomitado.

         Coloqué unos cartones sobre los restos de bilis que resplandecían a la luz del fuego y me senté al otro lado. Puse mis manos cerca de las llamas y sentí cómo la escarcha se fundía entre los dedos. Eran unos dedos azules. Morados. No recordaba que fueran de aquel color la última vez que había reparado en ellos. La fogata crepitaba rompiendo el silencio de la noche y su aliento huía con el humo buscando la luna. O quizá alguna otra tierra, lejos de este frío. O quizá sólo escapaba. El viejo jugueteaba con algo entre los dedos.

         —¿Eso es una nuez? —le interrogué.
         —No —respondió.
         —¿Te la vas a comer? —volví a preguntar.
         —No —dijo él.
         —¿Me la das? —inquirí entonces.
         —No. No. De ninguna manera. No —sentenció.
         —Parece una semilla de baobab. Hace años que no veo una. ¿Me la enseñas?
         —No es ninguna semilla. Ni de baobab, ni de ningún otro árbol. Y por eso me extraña que hayas podido ver en tu vida algo como esto. Como esto.

         Entre su arrugado índice y su arrugado pulgar me mostró la pequeña y ovalada pieza. Era de madera o algo parecido y unos tenues surcos la atravesaban de arriba abajo. Definitivamente no era una nuez. Tampoco resultó ser una semilla. Por la parte inferior tenía un nudo extraño y en la superior, donde se encontraban los surcos, una pequeña ranura.

         —¿Has probado con un cuchillo? —pregunté.
         —¿Cómo dices?
         —Que si has probado con un cuchillo —repetí—. Para abrirlo, digo. Por esa ranura.
         —¿Y por qué querría abrirlo?
         —No sé. Ni siquiera me has dicho qué demonios es.
         —Esto… —empezó a decir, con los ojos perdidos en la fogata tras unos anteojos colmados de arañazos— Esto es… No. No. Esto era mi amigo Wloski.
         —Vale —respondí—. Si no me lo quieres contar no hace falta que te burles de mí. Bastante tengo ya con este frío.
         —Sabía que no me creerías —contestó él— Por eso nunca se lo conté a nadie. Por eso buscaron a Wloski por todos lados para nunca encontrarle. Estando aquí. En mi bolsillo. Nadie me creería. ¿Para qué iba a contarlo? ¿Para que se rieran de mí y me tildaran de chiflado? De ninguna manera. No. Conmigo iba a estar mejor. De todas formas, cuando empezó este invierno sin fin, la gente dejó de preocuparse por nada más que de sí mismos. Y no les culpo. Con este frío es difícil pensar en otra cosa que no sea este frío. Este maldito frío.
         —¿Qué le pasó? —pregunté, entre incrédulo e intrigado.
         —Cambió —dijo él—. Se transfiguró sin más.
         —Ya. Quiero decir… ¿Cómo?
         —Fue hace muchos años. Apenas puedo recordar. Soy viejo ahora —se disculpó.
         —Hombre, nadie se convierte en nuez de un día para otro. Digo yo. Supongo que mostraría antes algún síntoma o algo.
         —Amigo, si hubieras conocido a Wloski, sabrías que era un tipo un tanto especial. Repleto de cavidades y remolinos. O síntomas, como quieras llamarlo. Wloski era poeta. Trabajaba en una tienda de reparación de bicicletas y ahí mismo fue donde yo le conocí. Le conocí. Yo tenía una bicicleta por aquel entonces y la utilizaba mucho. Muchísimo. Allá donde fuera, iba en bicicleta. Y cuando se doblaba la horquilla o se partía un pedal, ahí estaba Wloski para arreglarlo todo. ¡Y qué bien lo hacía! Pero Wloski era poeta y, mientras sus manos se ocupaban de una bicicleta, su mente iba componiendo poemas que recitaba para sí. Yo nunca oí ninguno. Tampoco sé si dejó alguno escrito. Ya poco importa. No dudo de su capacidad para hilvanar versos. Pero para mí era sencillamente Wloski. Mi amigo Wloski. Mi amigo Wloski el que reparaba bicicletas. Si hubiera sabido entonces que iba a pasarse tantos años metido en mi bolsillo tal vez me hubiera interesado más por sus poemas. Pero cuando uno vive despreocupado y dando pedales no se da cuenta realmente de esas cosas.

         »Un día fui a verle para que me cambiara una válvula que se había roto. Era martes. Lo sé porque aún recuerdo la bolsa de papel llena de brécol que llevaba en la cesta de la bicicleta. Y yo siempre comía brécol los martes. Ahora ya no como brécol nunca. Me saludó como siempre con una sonrisa pero aquella vez no me dio la mano como era costumbre entre nosotros. Se chupaba un dedo como intentando extraer el veneno que le hubiera inyectado una víbora. Sonreía. Pero sus ojos brillaban con el fulgor de las lágrimas ahogadas. “Un padrastro”. Me dijo. “Me ha salido un padrastro malvado en un dedo y me molesta hasta cuando consigo olvidarme de él”. Me enseñó su dedo y efectivamente aquello estaba inflamado como un zepelín escarlata. Le dije que no se preocupara. Que se pasaría en un par de días. O tres, como mucho.

         »Precisamente tres días después se me reventó un neumático con un guijarro especialmente afilado con el que me topé sin querer. Y al ir a reemplazarlo por uno nuevo, Wloski me dijo que si no me importaba que lo cambiara yo mismo, pues sentía que sus manos habían crecido descomunalmente y se habían agarrotado en forma de pinza. El mal del cangrejo, bromeé yo. Y cambié el neumático pinchado por uno nuevo que me ofreció. Sus manos parecían las mismas manos que siempre y no le di mucha importancia. Pero empecé a preocuparme en cuanto mencionó que su cabeza también había crecido y la sentía enorme, enorme, enorme. Y por entre las rendijas de los oídos y la nariz se le colaban unos torbellinos galopantes que daban vueltas ahí dentro y hacían que perdiera el equilibrio.

         »Al cabo de otros tantos días, Wloski dejó de sonreír al saludarme. De hecho, dejó de saludarme. Entonces yo le iba a ver todos los días, pues cada vez le notaba más ausente. Más abstraído. Pasaba el día sentado en la tienda con los codos sobre el mostrador y apoyando la frente sobre una de sus manos. Sobre una de sus pinzas. Con los entrecerrados ojos perdidos en sus cuencas. Balbuceaba sinsentidos como que se le había salido la cadena o que con los brazos endurecidos apenas podía dirigir el manillar. Que necesitaba un buen engrasado. Que de su garganta pendía una bola de plomo hueca que iba creciendo y creciendo y que aquello era algo que no sabía cómo arreglar.

         »Intenté que viera a algún médico pero apenas me dirigía la palabra. Sólo se quedaba ahí mismo. Obnubilado. Y ya.

         —¿Y qué pasó entonces? —pregunté.
         —No estoy muy seguro. La siguiente vez que fui a verle ya sólo quedaba esto en su silla —me mostró de nuevo la pequeña y ovalada pieza de madera o algo así—. Esto, a mi entender, es lo que queda de mi amigo Wloski. Y como ya te dije antes, no se lo conté a nadie. ¿Qué iba a hacer? Nadie lo hubiera creído. Nadie. No. No. Nadie. Y después llegó este frío y todo el mundo se quedó solo. Y yo al menos tengo esto —jugueteó otra vez con Wloski entre los dedos—. Y aunque no me salude. Ni sonría. Como antes. Ni tenga yo una bicicleta que pueda repararme. A veces, cuando me duermo tiritando junto al fuego. Con Wloski en la mano. Sueño con sus poemas. Sueño con sus poemas. De verdad que lo hago: Sueño con sus poemas. Aunque al despertar… no consigo recordarlos.

1.12.14

De anacardos y Anacarsis.

Con  las prisas, olvidé el tabaco en casa y maldije entre dientes mientras me subía la cremallera de la cazadora. Caminaba a paso raudo por las encharcadas calles esquivando transeúntes e ignorando las luces rojas con la mirada perdida entre los adoquines. No llegaba tarde realmente, pero estaba ansioso de veras por la cita y no podía quedarme en casa esperando así sin más.

No tardé en llegar al bar donde habíamos quedado para un par de horas después. Y es que cuando estoy nervioso me sale ir deprisa y aparezco antes de tiempo, así me acostumbro al entorno y me siento más cómodo.

Aquel sitio no estaba mal, destacaba por ser un perfecto bar cualquiera. Sobre la barra de madera los expositores de raciones resplandecían a la luz de las lámparas y mostraban marcas de dedos en sus cristales. La televisión emitía un documental para adultos sobre los ligres con una rayita de volumen y el único camarero, entre viejo y bastante viejo, secaba un vaso con un trapo mientras parloteaba con un parroquiano solitario, entre viejísimo y cadáver, que sujetaba un palillo entre los dientes.

Posé mi trasero en un taburete y acerqué otro reservado para mi inminente acompañante. Y, después de unos instantes que aproveché para mirar la hora en el teléfono al menos un par de veces, me aclaré la garganta ruidosamente para que el camarero se percatara de mi presencia.

—¡Hola! —le dije en cuanto capté su atención— ¿Me pone una caña, por favor?  

El camarero hizo un gesto afirmativo con la cabeza y yo me quedé pensando en si mi voz había sonado un tono y medio más aguda o eran imaginaciones mías. Me serví una servilleta y la arrugué entre los dedos mientras esperaba la cerveza, mis manos temblaban y estaban húmedas por el sudor. Pensé que me estaba volviendo líquido por dentro y que además tenía importantes fugas en los poros.

Entonces el tipo dejó el vaso de cerveza en mi parte de la barra con tal estruendo que pegué un respingo que por poco me tira del taburete. Cuando recuperé el equilibrio me sirvió unos anacardos.

Bebí un trago y me sentí relajado. Al segundo trago me sumergí en los placeres y bondades del lúpulo y la cebada y al tercero pensé en que tal vez estaba llamando demasiado la atención por algo que hacía y entonces decidí probar los frutos secos.

 El bocado resultó tan crujiente como salado y, del bolo que se me hizo, tuve que tomar un cuarto sorbo para que aquello pasase. Y, mientras tragaba, me acordé de Anacarsis.

Fui a posar el vaso en la barra con tan poco tino que éste se deslizó de entre mis dedos y fue a aterrizar en mi regazo, empapándome los pantalones.

—¡Mosquis, me he meao! —musité. Y ya no supe qué hacer. Aún faltaba un rato para que ella llegara pero no lo suficiente como para que mis pantalones se secaran, tampoco tenía tiempo de volver a casa para cambiarme y eso ya fue demasiado para mí. Me puse blando y tembloroso como una suerte de flan con barba y ropa y después me deshice. Y me vi de nuevo encogido en la cuna siendo un bebé mojado. En ese momento me di cuenta de que necesitaba un cambio.

29.11.14

Howard se va de gaupasa.

         El día que llegó la carta, salí a celebrarlo. Estaba cansado ya de los lunáticos de Oakriver y alrededores y el viejo asunto del señor Dood aún me tenía de los nervios. Mi vida no se dirigía verdaderamente a ningún sitio y mi rojiza barba seguía creciendo; necesitaba alejarme de todo aquello.

         Había tratado de conseguir un puesto en la Cruz Roja, pero mis antecedentes profesionales me lo impidieron. Decidí probar suerte en un extraño lugar; una granja cerca de Killarney donde se hacía terapia con caballos autistas o algo así y, para mi sorpresa, me aceptaron.

         Al bajar del autobús, me até los cordones. Y así, como fruto de una invocación al rozarse los herretes entre sí como una suerte de baquetas mágicas, surgió el viejo Paul de entre los charcos.

         Llevaba una cazadora polar granate y una caracola colgando del cuello. Sus botas se veían nuevas y al caminar se notaba que le hacían daño, pero lo que no había cambiado en él era esa expresión autocomplaciente, esa mirada callada, esa sonrisa perdida.

         Tomamos unas pintas de Murphy’s en el Paco’s y nos pusimos al día tras el otoño. Él me habló de sus escritos entre comillas y yo le hice un bosquejo de mi ensayo sobre cómo el kétchup cambió el devenir de los tiempos. Pagó Paul la cuenta y maldijo: —Desde que no está Paco aquí ponen unos precios de locos.

         Subimos por las humedecidas calles mientras recordaba aquella vez, no hacía demasiado, que Paul me llamó para una consulta. Estaba él en un pueblecito cerca del mar pasando unos días con Szyslak, un misterioso agente al que ya conocía de otros episodios. Aquel día lo pasé bordeando la costa desde Greenbay en mi vieja moto bajo el sol, y por la noche nos fuimos a la playa a beber cerveza y a contar historias. Pasamos las horas obnubilados y subió la marea. Y del vapor de nuestros alientos se formó tal niebla que ya no recuerdo cómo conseguimos volver.

         Paramos en otro mar donde Paul se pidió la cerveza del urogallo y yo una copa, nos sirvieron pipas y las masticamos mientras elucubrábamos acerca del propósito de la noche.

         —Como en los viejos tiempos, Howie-ho —dijo él, y me lo pintarrajeó en la cartera. Rompió una servilleta en pedazos y se fabricó un puzzle mientras yo iba a mear y, después, anotó algo en su cuaderno y se fue al baño. Volvió con la cara empapada.
         —Cómo pasa el tiempo —dijo, o le dije. Yo qué sé.
         —Vamos a tomarnos un chupito de los del ciervo y con hierbas —respondió el otro.

         Bebimos sendos tragos y entonces Paul me habló de un sueño que se le repetía en el que compartía un jacuzzi con los ángeles de Charlie y la rubia era cuentacuentos, la oriental era fotógrafa y la pelirroja era poetisa.

         —Y tú —dijo cuando terminó— ¿psicoligas?
         —Sólo las mentes —respondí—. Rollo Platón.

         Paul defendió el uso recreativo de la marihuana como dos veces creativo y nos quedamos mirando a la gente con cara de pantera y nos sentimos zorros y chacales.

         Tuve hace tiempo un paciente, un tal Apolo Slondo, que ingresó con un ataque de risa al oír el pedo de un niño en Vondelpark. Le escaneamos cientos de veces el cerebro y en todos salía con una Venus de Willendorf alojada en la glándula pineal.

         Por la pantalla de la televisión apareció Pepe Colubi afirmando que le daba asco su propio semen y decidimos que aún teníamos trece pecados por cometer aquella noche y cambiamos de bar para empezar el via crucis.

         Bebimos más cerveza y yo, tomando asiento en el diván, confesé mi problema. Y es que cuando voy borracho veo el tocar culos demasiado gratificante y, no sé, no puedo contenerme. Lo malo que pueda salir de tal situación merece la pena en comparación con lo bueno, que es, de hecho, palpar nalga. Me puede. Es más que un hobbie. Soy adicto. Lo admito. De lo peor. Pero me gusta.

         Una noche, por aquí cerca, nos encontramos a Marla bailando con su vestido de novia hecho retales y el rimmel corrido por sus mejillas. Village tenía la sonrisa del joker pintada y se movía sin tocar el suelo. Marla y yo nos besamos aquella noche, y ahora ella está lejos.

         Estuvimos callados un buen rato mientras bebíamos nuestras botellas. Paul me enseñó entonces una foto en la pared en la que salía el mismo bar y nosotros aparecíamos en ella con cerveza en la mano mirando una foto en la pared que era la misma foto que mirábamos en ese momento en la realidad y todo aquello formó un bucle y un montón de etcéteras y nos mareamos y cambiamos de bar.

         —Howard Gilliam —comenzó a narrar Paul mientras el fresco viento de la noche nos mecía— natural de Langostinas, La Pola. Un poquitín más pa’ allá, metido pa’ las montañas. Se doctoró en psicología por la Univerza v Ljubljani con dudosas calificaciones. Desde entonces ha protagonizado varios de los más descabellados capítulos de la historia de la perversión médica en el presente siglo. Llegando incluso a ser cómplice del ocultamiento de un cadáver a espaldas de las autoridades. Dicen que se comió su propia mano mientras esperaba en la cola para un kebab. Otros dicen que nació con cola.

         Me entró un hipo cósmico y nos fuimos por donde los gatos negros y la calle oscura. Paul me enseñó una foto de dos rubias. Una era yo, la otra un tipo que conocía.

         En la puerta del Rocket me encontré con una colega psicóloga y me sentí enamorado, pero nos quedamos Paul y yo bebiendo sentados junto a un barril y por los altavoces Robert Plant cantaba Babe, I’m gonna leave you. Y Paul decía que se lo iba a pasar teta, aunque fuera a morir pobre y yo tiré sin querer mi cerveza y me di cuenta de que ya no me atrevía a enamorarme.

         Seguimos trasegando en bares y recordé a otro paciente, un hombre topo que se había tirado desde un puente entre Buda y Pest y había aterrizado en un árbol. Cuando lo rescataron los bomberos estaba colgando de una rama como un koala y haciendo ruidos de mapache con seis cuerdas vocales.

         Hay un asunto que me mosquea y es que todos estos casos en los que me he visto envuelto guardan una misteriosa relación. No sabría decir qué es, pero sé que está ahí. Necesito verlo todo desde otra perspectiva, alejarme por un tiempo. Por eso me voy con los caballos autistas.

         —¿Qué hora ye?
         —Las cuatro y veinte.
         —Eso explica esta humareda.
         —Ya… bueno, me marcho.

         —Vale. Si fuera tú y estuviera aquí conmigo, yo también me marcharía.

5.11.14

De todo esto.

         Han pasado cinco años, quizá seis. Parece toda una vida, o al menos una Era básica. De cuando nos decíamos mentiras de las de verdad y nos creíamos que el camino a seguir no estaría tan desdibujado y podríamos mirar el paisaje con la calma como sentados en el tren sin tener que caminar ahora cuesta arriba y ahora cuesta abajo, sino aguardando cada estación donde unos suban y otros bajen.

         Que si la vida es como un árbol o nos andamos por las ramas o nos quedamos colgando de una sola, ya sea de una cola bien anillada y joroschó o de una áspera soga de las que ahogan. Y el problema entonces es qué rama escoger: si una baja donde apenas llegue el sol o una tan alta que nos de vértigo.

         Que con dos nudos desnudos trazamos una línea que hace de umbral y no siempre nos atrevemos a cruzarlo. Los perros sí que saben algo de eso y les chistas y les dices: ¡Oye, tú! ¡Quieto parao! Y ahí mismo se quedan y si acaso se sientan. Pienso que a todos nos gustaría ser un poco más perros y un poco menos personas porque cuantos menos peros haya menos se piensa y menos vueltas le das a cualquier cosa y así no te mareas.

         Y yo que sólo soy un flaco barbilampiño de brillantes güeyos —a veces rojos y joroschó—, que intento vivir libre al vidrio y a menudo me duele la cabeza y sólo se me ocurre esconderla bajo una manta y respirar, a ver si se me pasa. Porque la castaña es mayor cuanto más ascienda uno y a partir del piso nosecuántos ya no hay un pasamanos del que agarrarse y aquello resbala como la piel del plátano y a la mínima te haces un esguince de los que te dejan un par de semanas tirado en el sofá y por la ventana sólo se ve un cielo inmaculado lleno de nada.

         Por eso sonrío y lloro; porque el alquimista que dio con la fórmula murió con ella o no sabemos leerla. Y cuando me siento triste sé que pronto volveré a estar bien y cuando me siento alegre sospecho que tampoco durará demasiado. Es como una saudade en morse o tal vez un baile en braille porque no se ve con los ojos pero está ahí, más o menos como todo.

          Que si lees algo como que los electrones de un átomo cualquiera se encienden y se apagan continuamente y que esto significa que todo ye y no ye al mismo tiempo te sientes como que has dado con el sentido de algo o aquello de que todo está en todo y que el Universo ye una suerte de red de diamantes y que en cada diamante se reflejan todos los demás; tiene sentido, de verdad que lo tiene. Y te tienes entonces por un poco sabio pero en verdad sigues igual y solamente has dado con una explicación más de esto que llamamos todo esto. No hay manera de definir, es decir: poner fin, a algo que permanece en constante transformación, algo que continuamente evoluciona e involuciona, que se crea y destruye con cierto equilibrio. Que es y no es por siempre.

         Tampoco necesitamos volvernos locos, a no ser que sea de diversión, como las amapolas; pero eso es otra historia.

         Llamémoslo Ítaca o Nirvana o Paraíso, pero siempre está ahí (y no está). Nos hemos quedado con la cantinela de que a cualquier meta se llega mediante un camino y yo mismo he picado el anzuelo. Pero me he dado cuenta, o al menos es lo que creo ahora, que no existe tal camino, o sí existe pero no es imprescindible. Que vemos el año sabático o digamos pausa para recapacitar como un arma de doble filo cuando las decisiones precipitadas, y ciertamente la mayoría lo son, también esconden una cuchilla en la empuñadura, pero mucho más sibilina y dañosa. Supongo que todo nos hace un poco de herida y un poco de bien y el secreto al final es aprender a vivir feliz aun lleno de cicatrices.

         Yo por lo pronto me conformo, aunque no me mueva demasiado, con no dejar que me lleve la corriente sino solo cuando me apetece, si acaso cuando sea la consigna y la consigna no se cuestiona como tenemos por costumbre.


         Así que levántome a mi hora, sea cual sea, y procuro ducharme y afeitarme cuando toque. Caliéntome los huesos al sol con un café o una cerveza y pienso un rato, pero no demasiado. Respiro, al menos hay que intentarlo. Y me digo que cada paso que vaya a dar sea porque quiera darlo y que si tengo miedo es porque no hay más cojones pero que aún así no puedo paralizarme. Que todo esto sucede sólo una vez y es menester aceptarlo. 

28.10.14

Sándwich eléctrico.


         Cuando aún me faltaban tres tramos de escaleras por subir para llegar al club, ya empecé a oír el retumbar de la música a un volumen desmedido. Las noches en el Club del Sándwich Eléctrico eran así, gente de todos los colores apostada en los diversos sofás desvencijados, apoyados por cada esquina, incluso tendidos en los cajones y las rendijas, bañados en una atmósfera de cerveza y humo con el suelo pegajoso y el inventado pretexto de celebrar tertulias filosofo-culturales donde exponer la distintas expresiones artísticas de la caterva. Pero siempre nos poníamos borrachos demasiado pronto y terminábamos haciéndonos los simios por las paredes mientras unos cuantos tocaban los instrumentos con el bullicio habitual en estas mermeladas.
         Sin embargo, al cruzar el umbral después de haber hecho girar en la cerradura mis llaves con el llavero de King-Kong, descubrí que aquella noche no sería para nada parecida a las demás. Para empezar, no había nadie, y esperé un instante a que todos salieran de sus escondites de un salto y corearan al unísono “¡Feliz cumpleaños!”, aunque no fuera tal día (eran cosas nuestras). Pero, definitivamente, no había nadie. Supongo que el último en salir se habría dejado encendida la minicadena con el álbum de Can en bucle y a todo trapo.
         Cambié el disco por uno de los Maytals y me senté en una butaca roída por el espíritu de una rata que habitó aquí años atrás y que nunca hemos visto y me puse a ojear un cuaderno de recortes de Krishna Andavolu.
         —¿Qué hay de nuevo, viejo? —dijo entonces Manu, que llevaba todo el rato tumbado en un vetusto diván comiéndose un plátano mientras buscaba figuras en las manchas del techo como quien mira las nubes. Yo pegué un respingo.
         —Joder, Manu, vaya susto —le saludé.
         —No te sentí llegar.
         —Ni yo a ti —admití—, ¿qué haces?
         —No demasiado: inflarme a potasio, a ver qué pasa.
         —¿Te estás comiendo mis plátanos?
         —¿Son tuyos? —preguntó mientras palpaba la piel del último— Creía que aquí todo era de todos. Ése era el trato.
         —Sí, ya, tienes razón —titubeé—. Pero pienso que no es compartir si soy yo el que los compra siempre y tú el que se los come. Al menos podrías dejarme alguno, cabrón.
         —Bueno, no te pongas así. También soy yo el que pasa la escoba casi todos los días y a ti no te he visto nunca barrer.
         —Porque, a diferencia que tú, yo no voy dejando el piso lleno de mierda —repliqué— ¡Mira cómo está esto, todo lleno de pellejos de plátano!
         —¡Que son bananas, capullo!
          —¡Ya te daré yo a ti bananas!
         Nos enzarzamos en una pelea de dibujos animados, con una nube gris incluida de la que salían patadas y puñetazos y una silla que se hacía añicos contra una espalda y una cacerola que hizo clonk en otra cabeza y acabamos exhaustos, panza arriba, sobre la mugrienta alfombra otomana discutiendo si la mancha del techo junto a la lámpara de araña descuajeringada era un perrito o un caballo.
         —¿Por qué  demonios luchábamos? —preguntó Manu en una carcajada.
         —No eran demonios, eran bananas—contesté. Y nos echamos a reír.
         —¡Mosquis! —exclamó Manu mientras miraba un reloj que tenía garabateado en la muñeca con tinta china— ¿Has visto qué hora es? ¡Llego tarde!
         —¿Tarde a qué? —respondí, pero Manu no me escuchó porque salió disparado hacia la puerta como una suerte de conejo blanco y sin despedirse.
         Se oyó un slisshh acompañado de un “¡Mierda!” seguidos inmediatamente por un catapún catapún chispún y después silencio. Fui a ver qué pasaba y encontré en el rellano una piel de banana al borde de la escalera, con un rastro pringoso como si fuera un caracol que hubiera derrapado. Me asomé entonces por el hueco para ver la planta baja y ahí estaba Manu esparcido en una postura rarísima. Con un brazo para allá y una pierna para acá como un egipcio contorsionista y el cuello de una lechuza.
         —¡Manu! —le grité— ¿Tarde a qué? —volví a gritar, pero ya no respondió.


21.10.14

Me pica la nariz.

El túnel exhaló como un dragón ronco y un par de ojos brillantes aparecieron al fondo, anunciando con un chirrido la llegada del próximo tren. Recogí del suelo el pesado paquete lleno de yo qué sé que me habían encomendado y esperé a que las puertas se abrieran, pero nadie se decidía a salir de ese vagón, así que, con un esfuerzo nada desdeñable, avancé hasta el siguiente para poder entrar.

De este segundo coche se habían apeado un par de viajeros pero, aún así, parecía estar más lleno que el anterior; ni siquiera sé cómo pude ser capaz de hacerme con un hueco entre tantísima gente con tan fastidioso bulto entre los brazos.

Sonó un silbato y enseguida nos vimos aún más embutidos unos contra otros debido al apresurado bamboleo del tren en cada curva. Pisé un par de pies al no tener manos con las que agarrarme a nada, y algunos otros, vengativos, pisaron los míos con cierto descuido mal disimulado. Eso no fue lo peor: En algún momento entre aquí y allá, empezó a picarme la nariz.

Miré a los lados sin saber qué hacer, buscando quizá algún sitio donde posar el paquete pero ni alcanzaba a ver el suelo. Levanté una rodilla con la esperanza de que me sirviera de apoyo, pronto perdí el equilibrio y fui a parar directo a un sobaco cualquiera con toda la cara. Intenté soplar hacia arriba, procurando acertar al punto exacto de mis picores y no hice más que escupirme en un ojo, incluso traté de rascarme con los hombros y ni con esas conseguía aliviarme. Escruté los habitantes del vagón, ansiando encontrar una cara conocida a la que solicitar tratamiento, mas aquí cada uno va a la suya, con la mirada perdida, esperando llegar a su destino.

Y por fin, después de tropecientas estaciones y sendos estados de desesperación catatónica, llegué a mi parada;  me dispuse a salir con tanta premura que no presté atención a los avisos por megafonía que advertían de que se trataba de una estación en curva, introduciendo así, de la forma más ridícula imaginable, el pie entre coche y andén. Trastabillé como bailando la tarantela y terminé por caerme de bruces con la cara contra el paquete.


Me rompí la nariz aquel día y, con todo, no pude evitar esbozar una sonrisa por haberme librado de aquel maldito picor de una vez, ni que decir tiene.

19.10.14

De un punto.

Me pillé distraído y me pregunté: ¿Por qué se llamará punto de fuga si es el único lugar hacia el que todas las líneas se han puesto de acuerdo en converger? Todo es cuestión de perspectiva, supongo, pues no hace falta más que dar un paso a un lado y este punto desaparece para que surja uno nuevo. Si hablamos de arquitectura, no soy más que un tonto cualquiera, pero así con todo. Me pesan las pestañas, y aún más con las legañas de la mañana o hasta por la noche cuando incluso a la luna le entra el sueño, por no decir que solamente me he visto el agujero del culo una vez, curioseando con un espejo. Así que, ¿en qué quedamos, nos vamos a o nos fugamos de? Porque hablar de círculos a estas alturas ya está un tanto trillado, aunque sean bien redondos. Más bien son símbolos de infinito deformes como sendos goliardos caminando tras la tercera guaza del martes o tal vez seamos almas endebles pidiendo a gritos un poco de silencio. Yo sé más bien nada, eso llevo tiempo diciéndolo, y me limito a dejar migas de pan por donde paso. Yo qué sé si ye pa que me siga algún que otro pájaro o para poder encontrar el camino a casa, que está dónde. Nada de todo esto importa demasiado. Lo poco que importa, y disculpadme si me he vuelto un místico bastardo, es adivinar lo que importa. En esto, como tantos otros, tampoco estoy muy cierto. Pero, en lo que respecta a la arquitectura, sí sé que no se trata únicamente de levantar cosas, también hay que saber escarbar, y de tal modo que la estructura en cuestión no se tambalee o se hunda, a no ser, claro está, que éstos sean sus propósitos. He construido unos cuantos castillos de naipes y también en la arena, aunque no quede ya ninguno que pueda mostrar; pero si una cosa es cierta, es que soy todo un as confeccionando pajaritas de papel y ya más de una, contagiada por mis dedos, se fue volando buscando ese puto punto.

1.10.14

La vie en rose.


         Ludomir Siva no recordaba la última vez que se había sentido feliz de veras. Su sonrisa era desconocida por todos (los pocos que alguna vez hubieran coincidido con él), incluso por sí mismo, pues las pocas veces que pudiera haberla esbozado no tenía un espejo a mano para observarla; y en parte era por eso que no sabía reproducirla.

         Transitaba una vida gris en la que apenas tenía ánimos hasta para fruncir el ceño. Se deprimía cuando llovía, también cuando salía el sol, por lo que siempre se quedaba en casa con las persianas bajadas. Hacía la compra por internet y, cuando el mozo tocaba a la puerta para hacer la entrega, éste se encontraba con una nota junto a la mirilla que le instaba a dejarla sobre el felpudo y a largarse de ahí. Ludomir había heredado una pequeña fortuna que le permitía no trabajar y dedicarse por entero a su única afición (si es que se puede llamar así): sentarse en su butaca oliva y mirar fijamente el punto del rincón donde se juntaban los dos zócalos de sendas paredes con el suelo; aunque cuando la rutina se volvía insoportable reclinaba el respaldo para observar el blanco del techo. De hecho, no se podría decir que Ludomir Siva fuera un tipo triste, simplemente era aburrido, un coñazo.

         Una santera de Panamá, por vicisitudes del destino que serían muy largas de exponer, llegó un día a casa de Ludomir, y le ofreció un conjuro vudú que le haría ver la vida color de rosa, tan sólo a cambio de su mirada. Ludomir no pudo decir nada; se distrajo con las profundas pupilas de la santera. Y así, con su mirada, selló el trato.

         Ludomir tenía por costumbre soñar con una pared vacía o cualquier tipo de superficie lisa, pero aquella noche sucedió algo extraño que le hizo revolverse entre las sábanas: soñó figuras y formas. Al principio no eran más que polígonos bien geométricos, pero, a medida que sus ojos lubilubaban bajo los párpados,  éstos fueron tornándose curvilíneos, incluso esféricos, y esto mismo, oh amigos míos, para Ludomir era ya lo último de lo último: soñar en tres dimensiones.

         Después de tales ensoñaciones, justo a la mañana siguiente, nuestro querido Ludomir se levantó con un entusiasmo inusitado. Había cierto brillo salmón claro o quizá clavel o coral en el ambiente y Ludomir salió por la puerta con los pies descalzos y dando saltitos.

         El aire fresco acarició su rostro y sintió dos cordeles invisibles tirando de las comisuras de sus labios hacia el cielo, mas no se preocupó lo más mínimo; cerró los ojos y, por vez primera en su vida, relajó su expresión del modo más apacible que cabría imaginar.

         Con las mencionadas tonalidades, todo cobraba un nuevo sentido para Ludomir, las cosas dejaban de ser puntos unidos por líneas para convertirse en fuente de deleite para la contemplación. Los brillos y las sombras le producían un hormigueo en la coronilla y cada textura hacía tamborilear su estómago y el vello de sus brazos se erizaba. Tan en paz sentíase Ludomir, que se volvió rosa.

         La, hasta entonces, monótona vida de Ludomir carecía de tiempo y nunca aprendió a contarlo; pero se atrevió a pensar que pasó poco rato entre que aprendiera a ver el mundo y se quedara ciego.  Sí, amigos míos, Ludomir no tardó en verlo todo literalmente rosa, como si estuviera envuelto por un velo fucsia más liso que el techo de su pieza; buceaba en un mar de batido de fresa.

         De una persona como Ludomir se podría esperar que después de una experiencia como aquella, se viera desconsolado por haber visto y haber perdido, o cuando menos indiferente, acorde con su acostumbrada actitud; pero Ludomir sentíase feliz en su ceguera rosa, olvidando el vértice del rincón.

         Ludomir había aprendido a ver, tan sólo a cambio de su mirada.



23.9.14

Lu.

Lu solía llevar una cacerola por sombrero y un culo velloso como un melocotón color carne pálida. Masticaba kikos MisterCorn y recordaba sus tesoros mientras gritaba por hobby sentado sobre una caja de plástico rojo de la marca Coca-Cola. Un día salió a la calle en blanco y negro de camisa y chaqueta y en calzoncillos a lo Geoff Stern y se fotografió a sí mismo con algún tipo de artilugio y nos mandó un póster con la instantánea. Lu se reía de nada y por todo y viceversa. Lu bailaba con la vida en un abanico de formas y colores y cuando ésta le pisaba el pie, Lu seguía bailando. Lu vivía perdido y feliz como una perdiz. Una vez se bañó en los charcos de la noche para hacerse unos largos y empapado hasta el yeyuno siguió bebiendo hasta el desayuno, que fue rico en sobrasada y en las lentejas de la cena. Lu tocaba el theremín y el acordeón y a menudo un arpa de boca que guardaba siempre en el bolsillo del pecho de una camiseta de Fido Dido que nunca se quitaba. En otra ocasión, Lu fue a depilarse la sobaca a la peluquería de Nati, entre comillas, y le confundieron con una bicicleta a la que se le había salido la cadena; y Nati se pasó la mañana subiendo y bajando las escaleras tosiendo y dando tumbos mientras fumaba tabaco rubio. Lu fue a navegar o de pesca con su padre, llenaron la cesta con tres coma catorce pares de botas, todas ellas del pie izquierdo; esa noche cenaron una ensalada. La madre de Lu era una excepcional cantarina en la ducha, aunque su higiene dejaba un poco bastante que desear; todos la queríamos mucho a ella también, lamentablemente firmó sin querer un contrato para cantar en el gran escenario de las nubes, y es tan estricto que no tiene tiempo para volver. Lu también perdió una pierna en un accidente con un yogur, y se hizo implantar un xilófono por tibia y un cascabel en el tobillo; el resto del pie era de un muerto. El vecino de abajo de Lu era un gitano con una especie de brújula tatuada en un lado del pecho que vendía perfumes en la placeta de los hermanos Arribas y que fumaba también tabaco, pero negro; tenía diecisiete hijos, diecisiete, y todos se llevaban bien. Lu jugaba al Tetris y al 25, pero nunca pasó del 13. Lu bebía moscatel on the rocks los días impares con un verde y observaba cómo el sol hacía crecer las plantas; los días pares las regaba. Cierta vez se vistió de gorila un día que no era de carnavales y comió bananas encaramado a las farolas; se lo llevó la perrera y nos cagamos de la risa. Cuando te sentías triste, Lu aparecía como un mimo y pescaba tus penas con un anzuelo invisible y los echaba a la barbacoa de mismo color para hacerse unas hamburguesas con queso como las de los niños perdidos; con patatas, refresco, postre y regalo. Cuando Lu iba a la playa, nadaba como una nutria o una suerte de cocker spaniel de pelo liso y surcaba las olas como un pingüino; aunque un día le cogió una despistado y tragó tanta mar que estuvo cagando líquido una semana. Volvió a nacer aquel día, pero igual que todos los demás días. ¿Qué más decir de Lu? Uno siempre se quedará corto hablando de Lu. Que me alegra haberle conocido; y que espero que no esté muerto, porque ya hace como casi tres cuartos de hora que no sé nada de él.

2.9.14

Un mochuelo.



         —La trampa del juego —mencionó el viejo Odinoco a modo de despedida— es que el tiempo nunca se agota, y uno sólo puede intentar perder su partida con la mejor puntuación que pueda conseguir.

         Las noches en el café Scolivola se habían vuelto de lo más solitarias desde la muerte de Graziano un año atrás y si uno se quedaba quieto un instante casi podría percibir el leve eco de las reuniones del Círculo que acá se celebraban; sin embargo ahora sólo se oye el tintineo de las cucharillas y un distendido bullicio aleatorio e inconexo.

         El Círculo era la ocasión perfecta, varias veces por semana, para que uno fuera quien quisiera ser, algo sacado de las reuniones del Club de la Serpiente, la montaña de la pitón, los alegres bromistas y los payasos sagrados. El Círculo era un círculo vicioso, como todos los círculos.

         Después de la muerte de Graziano todo aquello perdió el poco sentido que cualquiera podría encontrarle. La gente dejó de asistir, y ya sólo somos unos pocos los que nos dejamos caer por aquí de vez en cuando.

         Sorbí un poco de la espesa espuma de mi stout y abrí un viejo cuaderno de cuero por una página en blanco y me puse a rememorar, aún con algunas lagunas, una imaginaria travesía por el desierto.

         »Vagaba, una vez más o no sé desde cuándo, por el desierto. Un desierto blanco que no era de arena ni de hielo ni de sal. Un desierto blanco con un cielo blanco que apenas se distinguía en su encuentro. Un desierto horizontal donde uno sólo puede caminar hacia allá o acullá y aún así todo permanece lejos. Un desierto donde todo, todo, desaparece, o eso parece.
         »Anduve un rato que no sabría determinar y me salieron unas dudas al paso del tamaño de sendos dragones, así que di media vuelta y volví a empezar. Giré unas cuantas veces, hice círculos, volteretas y cabriolas, mas se tuvo que hacer de noche en algún momento aunque no me diera cuenta.
         »Tras una o dos eternidades retomé el camino recto, esto es: hacia adelante. Y, con una sonrisa revitalizante que encontré enredada en las costuras del fondo de mi bolsillo, no tardé en avistar en el horizonte un escorpión gigante aparente. Y han oído hablar de los gigantes aparentes, que sólo lo son en la distancia.
         »Cuando estuvo lo bastante cerca no era mayor que la palma de mi mano y yo, cansado de estar solo, se la ofrecí para que descansara. —Gracias —me dijo—, hace siglos que nadie se para a saludarme, todos me temen al verme tan terrible en la lejanía con estas pinzas y este aguijón; pero yo no deseo hacer daño a nadie.
         »Charlamos durante horas, tal vez semanas, y, después de un delicado silencio, me reveló que su veneno era lo único que podría sacarme de ese desierto. —¡Y me lo dices ahora! —le grité— ¡Llevo siglos andando y de cháchara con un arácnido cuando podría estar en cualquier otro sitio!
         »Confieso que me arrepiento de mi reacción, y es que con la golová hecha un caldo humeante uno no piensa lo que dice. El escorpión, asustado, habíame clavado su aguijón, inoculando el veneno y alejándome del desierto. Dejándole otra vez solo.
         »Desperté con resaca junto a una barca varada donde dos fumadores de hush se divertían con once onzas de peonzas y dejaban que subiera la marea.

         Aparté el cuaderno a un lado y me serví esta servilleta. Apuré la cerveza que quedaba y en mi cabeza mi voz me dijo: Los niños y los borrachos nunca dicen la verdad. Y escribí sobre sus pechos sospechosos, sobre cuánto la echo de menos.

Y un mochuelo
en cada uno
de los hoyuelos
de su cadera,
la ladera
de los olivos
y el olvido.

Y así nos fuimos,
                            cada uno por su lado,

                                                                 juntos.

25.7.14

Tránsito.

Pesado tránsito. Tengo hematomas en los brazos y callos en los dedos. También tengo una marca enrojecida en el hombro y no tantas cosas como tenía antes; se quedaron junto a los contenedores en bolsas de basura bajo la lluvia que sin querer predijimos y en chancletas. Se ha quedado tanto atrás. Tanto atrás. Y otra vez me veo en una nueva ciudad vieja aunque no sea el mismo que antes. ¿Dónde quedó el cascarón quebrado? Porque siempre que me araño un poco por cualquier parte del cuerpo rasco una nueva capa y lo que hay dentro debe de ser blando de veras aunque nunca lo haya visto. No hay tiempo para llorar por el tiempo perdido, sólo para empezar otra vez. ¿Pero y lo bien que sienta morirse de impaciencia de vez en cuando? Qué poco sé y cuántas cosas me siguen sorprendiendo así de fácil. Pesado tránsito, sí, pero ahora me siento más ligero. No es que me hayan salido alas, ni mucho menos. Supongo que mis aletas habrán cambiado de forma o algo y ahora se deslizan de otro modo en la pecera que yo mismo tengo por barriga.

Pertinaz y perenne tic-tac que apenas habrá dado un par de vueltas alrededor de mi ombligo. Me salió barba desde que empezó la partida, pero esto no me sirvió de mucho; y ahora heme aquí, entre comillas, quién lo hubiera dicho. Paseando mi incertidumbre con paziencia y correa larga. ¿A quién le importa el gato en la caja cuando uno tiene asuntos pendientes? Mañana ya es hoy y, si uno se descuida, fue ayer. C’est la vie: un tren sin estaciones. Esputos de humo borboteando hasta del suelo. Una nube gris negro gris que el sol se encarga de colorear para que a uno se le olvide que está ahí.


La vida sencilla es un estado de ánimo, como casi todo. Y así de fácil hay que buscarse algún problema de vez en cuando, como el juego de tirarle cantos a una rana. Y de pronto un chasquido metálico te da un sopapo y papá pasó a ser sopa y la marsopa por el mar pasó. Así que si todos los días son el mismo día, procuremos que ese día sea inolvidable.

20.7.14

Veintiocho días.

Recibí un encargo: un completo dossier con toda la información que pudiera encontrar acerca de la luna. Una tarea harto ardua si tenemos en cuenta que vivimos en el año veintitrés, en el tercer mes, nada menos.

Yo desde siempre había pensado que la luna era algún tipo de reflejo del mar en la bóveda celeste, la cual todos creían hecha de cualquier tejido, aunque yo más bien sospechaba que se trataba de una suerte de mineral pulido y cóncavo; Unos sabios en las montañas me revelaron que no era nada de eso, que la luna es un centinela, un calendario, una esfera que todas las noches se levanta para observar, ¿y qué ve? Nada más que puntos luminosos como los que aquí vemos en el cielo.

Ella está enamorada de los mares de aquí abajo, y los mira. Y se miran. Del mismo modo en que dos niños se tumban sobre la hierba para mirar las nubes. Sólo con los ojos, quizá señalando con el dedo. Todo da una vuelta y ahora en vez de un pez o un caballo veo un mono y la bruja volando con su escoba se volvió una flor y el dragón calmó sus malos humos para volverse yo y yo en calavera otra vez y otra vez otra vez todo un dodo jugando a los dados.

Veintiocho días, en resumen; me dijo un carpintero que se aburría de tantas mesas y sendas sillas. Y suele estar sonriendo o triste, pero eso depende de cómo ladees la cabeza.

El resto de documentos o los perdí o eran galimatías de la más diversa índole, decían: ¡Ciao Lilu! o garabatos en papiros. Pero si algo he aprendido es que cada vez que la miro me acuerdo de alguien que, seguro, también la está mirando.

         y así estamos,

                   en un ático,


                            justo ahí.

21.6.14

Fragmentos del libro amarillo (XXV).

[Leer con la cabeza al revés]



No existiendo arriba ni abajo ni a la izquierda ni a la derecha sino sólo alrededor es difícil de veras tener la cabeza al revés y se piensa con tanta claridad que al final te descuidas y te enredas otra vez. Como muchas veces que nos duele y no sabemos dónde o los árboles no nos dejan ver el bosque y acabamos encontrándonos a nosotros mismos de espaldas y hay que silbar para avisarnos. O una víbora que se traga su propia cola y en un santiamén desaparece de la vista y se va dónde. He creído alguna vez que miramos hacia adentro sin lente alguna pero sólo de reojo y del susto me eché a reír y el suelo volvió a ser el cielo.



14.6.14

Fragmentos del libro amarillo (XXI).


         Era una máquina que funcionaba sólo si se le daba cuerda rolando un nudo que tenía en la nuca hecho de pelos autóctonos de verdad y con una suerte de mecanismo por engranajes y poleas que llegaba casi hasta las uñas. Practicaba con cerveza y nunca se le dio mal del todo aunque no sirviera para llenar más que un par de páginas o tres los días impares y, según en qué luna viviera, algún dibujo sencillo que coloreaba sólo cuando le apetecía.

         Como un pedernal soltaba chispazos a menudo, y sólo eso bastaba para hacer que todo, aunque sólo fuera por un instante no más largo que un parpadeo, resplandeciera.


10.6.14

Fragmentos del libro amarillo (XVIII).

Vino blanco para los dioses del pescado cuando sufran de náuseas y arcadas arcaicas salivando entre calada y calada con la garganta hecha un pedregoso desfiladero de humo y vapores y vesches y vesches y a otra cosa. Se me ha saltado un ojo pensando y pensando y entre mis dedos un roca girando y así me duele la espalda o la cabeza y miro arriba y ¡ay, mi madre! y miro abajo y siento vértigo.

W. Kandinsky

4.6.14

213.

Martes, más bien domingo.


Nada se rompió estos días, he movido algunas cosas de sitio pero poco a poco y casi sin darme yo cuenta han vuelto a su hábitat natural. Mi único deseo durante un tiempo ha sido que mejorara el tiempo y no sé muy bien qué significa eso. Sin ir más lejos, la otra noche soñé que debía caminar entre la hierba alta bien despacio y encogido, pues mal rayo partía a aquel que se atreviera a tener algo de prisa. Después conté unas cuantas ovejas y así desperté, o eso creo. ¿Qué dijo el espejo? Que estaba harto de la gente. Tenía algo entre los dientes, parecía un trozo de lechuga o algo así de verde. Tiré y tiré y una enorme anguila de un metro se revolvió entre mis labios como un apéndice empapado de mala baba. Seguí tirando y resultó que aquella anguila no era más que la manga de un jersey que creía haber perdido unos días antes en la lavandería. Supongo que me distraje otra vez masticando frutos secos mientras cinco piezas de fruta se desinflaban en el cesto que hay en la cocina. No han dejado de brotar amapolas acá y acullá, mas no soy demasiado buen jardinero y, como tal, pago mis dudas. 

28.5.14

El Terraza.

Bajé un escalón y atravesé la vieja puerta de El Terraza, santo tugurio donde los haya en pleno centro de Taray desde 1976. El sol se acostaba más allá de la meseta y el aire frío del río se ponía cómodo por las callejas. La resaca no me dejaba pensar. La ducha y el paseo hasta el bar me habían despejado un poco, pero mis hígados me pedían cerveza para equilibrar el pH.

         —¿Cómo va eso? —pregunté al entrar, con la lengua espesa y las comisuras de los labios pastosas. Me duele la cabeza.
         —Uno cero gana mi Atleti —respondió el Pony sin apartar la mirada de la televisión.
         —Ha sido un golazo de Simeone —comentó Teo, el Terraza, mientras cogía un vaso de debajo de la barra para servirme una caña.

         Pasé junto al Zurdo, que se batía en duelo con la máquina tragaperras, pulsando los botones desquiciado mientras un cigarrillo se consumía entre sus labios apretados. —¿Qué pasa, Village? —me saludó, con la vista fija en esas ruletas que dan vueltas, vueltas y más vueltas y hay frutas y campanas y sietes y todo hace ruiditos y parpadea y eso me marea.

         Pestañeé un poco bajo las luces de neón que coronaban la barra y que iluminaban el bar con brillantes letras que rezaban: El Terraza. Fui a saludar a Pete, que tampoco me hizo mucho caso, absorto en su plato de torreznos con un palillo entre el índice y el pulgar de la mano izquierda y un trozo de pan entre los mismos de la derecha. Le hice un gesto a Nahuel, que practicaba con los dardos en la diana que había al final de la barra, junto a los servicios. Me dijo: ¿Te echas una? Y yo le contesté que ahora luego.

         Me di la vuelta y me vi frente al Pony, con el que choqué los cinco torpemente para saludarnos, son cosas nuestras. Le rodeé y por fin encontré mi taburete de siempre frente al grifo, donde ya estaba esperándome una caña bien fresquita a la que le di un par de tragos, sediento.

         —Esto que va un padre con su hijo por el supermercado —empezó a contarme Tito, que estaba a mi lado— , y le dice el padre: ¡Mira, una lata con tu nombre! El niño dice: ¡Te odio, papá! Y el padre: ¡Melocotón en almíbar, castigado!

        Me reí mientras apuraba lo que en ese momento me parecía una caña de lo más diminuta y le hice un gesto a Teo para que me sirviese otra.

         —¿Qué tal ayer, cómo acabaste? —me preguntó entonces Tito.
         —Bueno… después de toda la tarde en La Villa bebiendo latas al sol como las lagartijas nos fuimos por ahí… ya sabes… lo de siempre —bebí de la nueva caña, esta de un tamaño más decente, y rechacé el pincho que me ofrecía el Terraza—. La verdad es que me acuerdo de más bien poquita cosa. Apolinar se peleó con un tipo en el paseo porque éste le pilló intentando ligarse a su novia, que por cierto, era una gorda —Tito se rió y pidió una caña y unos champiñones con salsa—. Después recuerdo verle subirse a las farolas del parque en la calle larga y apagarlas a puñetazos, aquello parecía el Medievo. Después… vomité en la cama del Pony y justo me pilló dándole la vuelta al colchón, se enfadó, pero estaba muy borracho, creo que no se acuerda. Volviendo para casa o quizás yendo a otro bar se tumbó de repente en medio de un charco y se puso a dormir el tío. Tuvimos que cargar con él nueve pisos por las escaleras para dejarlo en el sofá de su casa —volví a beber.
         —¿Y luego?
         —Ya no me acuerdo de más, pero mira este corte que me hice en la frente.
         —¿Cómo?
         —Ni idea.
         —Pues vaya una pinta fea que tiene, socio.

         El Negro salió en ese momento de la cocina con una gran fuente de patatas con chorizo. Cojeaba, pues había perdido una pierna en un incendio hacía años, cuando era bombero, pero aún así lo hacía con cierta gracia, bailoteando como un loco hipnotista mientras repetía sinsentidos como: Un pez que siempre iba donde quiera que fuese y cosas así.

         Al Zurdo se le había acabado el crédito en la máquina y se acercó a Teo para que le cambiase un billete azul que enarbolaba con descaro para poder comprar tabaco en la máquina.

         —Illo, mira al Teo —mencionó—, ponme una copita fresquita con su espumita.
         —Otra para mí —dije yo.
         —Tres —dijo Tito.
         —Otra aquí, Terraza —dijo Pete desde el otro lado.
         —A mí ponme un DYC —dijo el Pony tras eructar.
         —Entonces cámbiame la caña por otro DYC —dijo el Zurdo.
         —¡A ver! —gritó el Terraza— ¡Vamos por partes!
         —Vamos a ver. Cómo te lo explico: son tres cañas y dos whiskys —resolvió Tito.
         —Y que Jack Sparrow nos ponga unas patatitas y unas setitas —añadió el Zurdo, refiriéndose al Negro.

         Después del ajetreo habitual que se monta cuando el Terraza recibe una comanda de más de tres cosas, de rellenar las cañas que se le derramaban y de recoger los restos de cristal de un vaso que se le había caído, todos tuvimos nuestras copas bien llenas y disfrutamos de un instante de silencio mientras sorbíamos los primeros tragos, incluso Teo se había servido un DYC para compartir ese momento con nosotros como en los viejos tiempos.

         —No veáis la tía con la que estuve ayer… —empezó a decir el Zurdo mientras se llevaba un cigarro a los labios y ofrecía la cajetilla al Terraza y luego al Pony.
         —¿Me das uno? —interrumpió Tito.
         —Tenía un culo —continuó el Zurdo mientras le tendía a Tito el cigarrillo y daba una calada del suyo—, ¡Mama! Y unas tetas, illo...
         —Vamos, que al final no te la follaste —dijo Pete.
         —Illo, que sin goma ni de coña —respondió el Zurdo, cabizbajo. Todos reímos—. Una guarra, la tía. Yo le dije: Bueno, ¿Y una mamadita?
         —¿Y…? —coreamos todos al unísono.
         —Dijo que curraba por la mañana y se tenía que ir.

         Tito y yo pedimos otra ronda de cerveza. Y yo empecé a contar que Harry se había echado una novia dándole palos a los olivos, pero me interrumpieron. Según ellos había estado hablando de eso toda la noche anterior, aunque yo no me acuerdo.

         —¿Qué le dice un cura a un murciano? —preguntó Tito.
         —¡Gol del Atleti! —gritaron Pony y Pete al mismo tiempo— ¡Caminero! ¿Qué le pasa al Mallorqueta, Terraza?

         Teo ignoró las burlas haciendo como que limpiaba un vaso, pero enseguida se le escurrió entre los dedos y tuvo que ir a barrer los cristales. Tomás, un borracho recién divorciado que siempre bebía en un extremo de la barra sin hablar con nadie, si acaso para incordiar, empezó a gritar con su voz provinciana y beoda que los del Atleti eran todos unos maricones, y los catalufos también, que donde estuviera el Real y Raúl que se quitara todo lo demás. Pero todos le ignoramos. Mudito, un ex alcohólico que siempre se sentaba al otro extremo de la barra bebiendo sin prisa un botellín de agua mientras callaba y observaba, esbozó una tímida sonrisa.

         —¡Dame de beber, bestia ¿No ves que me divierte? —exclamó Pete entonces, señalando con el dedo la botella de DYC en el estante.
         —Lo bueno, si bebes, dos veces bueno —comenté yo.
         —La verdad —dijo Pete el monje elegante mientras observaba cómo el Terraza le servía la copa de whisky con hielo con los ojos brillantes.

         Después de darle un par de tragos a su copa empezó a hablarnos de escritores latinoamericanos con su eterna verborrea, pero yo me escabullí con premura salvado por mi vejiga. Crucé el bar pasando junto a Nahuel para ir al baño, él me preguntó si me apetecía jugar ya, y yo le respondí que fuese preparando la partida, que meaba y empezábamos.

         Apenas habíamos jugado un par de rondas en las que el temblor de la resaca me impedía acertarle al jodido dieciocho cuando mi psicólogo, Howard Gili, apareció por la puerta.

         —¿Cómo estás, Village? —me saludó el pelirrojo doctor Gili, se le veía con prisa.
         —Pues aquí estamos. Ya ves. Bebiéndome la resaca con unas cervecitas —respondí yo.
         —¿Sólo cerveza? —me escudriñó con sus escoceses ojos verdes.
         —Sí, sí —musité sonriendo.
         —Bueno, tienes que llenarme este bote de orina por lo de aquel asunto del Casar —ordenó, ofreciéndome el botecito de plástico con la tapa roja.
         —¿Ahora? —protesté.
         —Ahora —sentenció.
         —Acabo de ir hace un minuto… —entonces vi por el rabillo del ojo que Mudito se incorporaba para ir al lavabo— ¡Dame ese bote! —exclamé, y corrí al baño.

         Mudito, aliviado, se pidió una Fanta de naranja y se le sirvió una buena ración de pimientos con patatas, Howard Gili se llevó su bote de pis bien lleno que, además de todo, estaba completamente limpio: Todos contentos.

         Me sentía afortunado, incluso mi puntería con los dardos había mejorado notablemente y celebraba cada triple con otra caña. Podría haber ganado la partida, pues gocé de buena ventaja entre la sexta y la séptima cerveza, pero Nahuel fue remontando poco a poco hasta ganarme en la última ronda. Fue entonces cuando me di cuenta de que ya estaba lo bastante borracho.


         Miré a mi alrededor: Mudito hacía rato que se había marchado dejando un vaso de tubo con un culo de agua consecuencia de los cubitos derretidos. El Pony, borracho pero tan a gusto como en Agosto discutía con Pete acerca de Jim Morrison y Camarón y algo de Nietzsche con Neruda, ambos con la lengua suelta en patines y los ojos entreabiertos. Al Terraza se le vertía la cuarta copa de DYC por la camisa mientras Tito le hablaba sobre su perro, Flambo, que había cogido pulgas en la finca del P.J. y le habían puesto la lámpara otra vez. El Zurdo bebía whisky mientras miraba el resumen del partido y el Negro empezó a canturrear una de esas canciones locas y pegadizas que cuando intentas recordar no te salen. Es verdad, la vida sigue igual de bien en El Terraza, Santa Tasca que nos cura la resaca mientras nos mata de risa. 

14.5.14

Vinsentván.

Era un martes cualquiera y al día siguiente sería miércoles, como casi siempre que empiezan las cosas buenas por aquí. La Tierra cruje en su rotatorio tic-tac y a mí me zumba un oído como cuando se acerca un enjambre híbrido de esos y la cabeza se embota y se hincha como la vieja berenjena.  Dos caballos amarillos traqueteaban sobre el asfalto gris de punta a punta del país atravesando las delgadas lunas sonrientes y los adormecidos cuerpos de las ideas desnudas y el alce que eructa. Un tal Vinsentván o más bien su barbirrojo busto en una maceta decorada y con amapolas saliéndole de la quijotera; las raíces asomaban por abajo, buscando qué, exorbitadas.  Es un chiste conocido: Dos moscas pueden estar encerradas en una caja de zapatos y aún así no encontrarse nunca. El ocho tumbado, quiero decir, infinito. Y hombres con peceras por barriga que además sirven de bombilla. Y ese pez y sus burbujas glub-glub. Mi rostro de un trazo, o eso creo. No estoy en mis cabales. Los edificios metálicos forman un círculo de ceniza como aquella noria en la que me mareé una vez y seguí dando vueltas sin parar y al parecer así sigo. No sé. Una suerte de limbo cutre. La neutralidad en carne y seso. 

13.5.14

La cofa y el búfalo.

La ventana vibró, supuse que algo se habría topado con ella; tal vez fuera una mariposa blanca o una suerte de lechuza con los ojos así de grandes. O quizá una nube del sur dejando esa estela de voces como baba va dejando el caracol.

Si afino el oído escucho algo. No sé el qué, pero me hace sonreír. Me viene de arriba. Me dice: «Cuando no seas más que una canica, procura lucir un ojo de gato bien sinuoso y colorido». No sé muy bien qué significa, así que he fabricado un muñeco de arcilla que soy yo. No es mayor que un teléfono móvil moderno, pero yo me imagino que es grande y elástico, y que lucha contra las sombras que me invento. Cuando gana me distraigo, y entonces soy grande y elástico y habito mi cuerpo. Cuando gana soy valiente.

El Príncipe en el almanaque paseaba como de costumbre por los jardines a lomos de un búfalo engalanado a juego con sus coloridos y decorados ropajes mientras enarbolaba sobre su cabeza un chhatraratna. Se detuvo junto a una roca y dijo: «Todo empezó con una piedra puesta en algún sitio». Siguió hasta la cascada y ahí dijo: «El agua viene de arriba». Vio un mosquerío sobre un remanso en el río y, ya cansado, dijo: «Dos moscas pueden estar encerradas en un armario y aún así no encontrarse nunca». Lo cierto es que el Príncipe en el almanaque no aprendió nada nuevo aquel día y sólo espera a que se caiga esta página. Como dice siempre: «Y todo cae».

Dejé la ventana un poco más abierta para respirar el fresco de la noche. Llevo años construyendo una cofa en la luna y casi la he terminado. Elegí el sitio por la luz y por las vistas. Y porque ahí puedo respirar como aquel loco de la escalera y silbar para que una mariposa blanca o una suerte de lechuza con los ojos así de grandes venga y se cuele por mi ventana.

6.5.14

O.

O. se vio dentro de un cubo dentro de una burbuja que flotaba entre más burbujas y así. Después se giró y cerró el círculo otra vez, que es lo que pasa siempre. Se dijo: «Transmitimos nuestros errores de generación en generación hasta que haya una que dé con la tecla y aprenda de una vez o lo que llaman Nirvana». O. se puso las manos delante de la boca como imitando un gran mostacho y entonces musitó: «Soy O. y hoy voy». Paparpadeó y se mojó los dedos con la lengua para pasar de página, si es que sabe más el viejo por viejo que por zorro. O., que solía caminar siguiendo las mariposas azules esperando encontrar alguna amapola sola allá, fuera del muro. O. se durmió hecho un ovillo o una oruga y después contó ovejas. O. hecho un círculo, soñó: «La NADA es igual de grande que el TODO o, si no, ¿CÓMO?». Pero así le pasaba a O. con casi todo, como al dodo. O. se desnudó para darse un baño y cuando estuvo bien remojado y enjabonado se sumergió entre las burbujas y entonces O. se vio dentro de un cubo.


23.4.14

He tomado por costumbre refugiarme en el Sol Naciente cuando no consigo escribir nada, cuando no se me ocurren historias y empiezo a dudar de mi capacidad para tratar con ellas. La primera vez que oí hablar de este sitio fue en una vieja canción que hablaba de todos aquellos que se habían perdido entre dados y tragos; por aquel entonces me interesaba realmente todo aquello, todos esos falsos héroes de barra de bar que siempre tenían historias que contar, ese espíritu de la decadencia que busca redención en sitios equivocados, ese fondo de cada botella que quema la garganta y ese “dame de beber, bestia, ¿no ves que me divierte?”
Me fui sumergiendo poco a poco, dejando casi siempre buenas propinas y despertándome tarde al día siguiente con mala cara y la vieja náusea de ojos rojos. Así me gané el pálido triángulo en la muñeca, señal de los que suspiran a menudo con la mirada perdida en un universo de burbujas y cavilan lánguidos y deshechos por entre las espirales de un cuaderno garrapateado.
He probado a meditar, y creo que funcionó un rato de veras, pero enseguida se me olvidó cómo respirar y abrí los ojos en otra pieza que era la misma otra pieza de siempre. Preparé algo de café y lié un cigarro de hachís, entonces pensé que hacía tiempo que no me dejaba caer por aquel tugurio del barrio francés donde el suelo está pegajoso por el bourbon y las moscas practican sus bailoteos brownoideos que nos matan de risa.
La anarquía de los pequeños ruidos en la quijotera y el celofán. Canicas, cajas de cerillas, tonterías. He fabricado un escritorio de madera inventada y joroschó con un montón de cajones donde guardaré todas las páginas sinceras que a mí me gusta llamar calcetines. En otro rincón he puesto un cordel donde Alonzo tiende la ropa con pinzas de muchos colores para cuando consiga concentrarme, y es que aquí en el Sol Naciente se me permite hacer de todo mientras me emborrache y deje propinas.
—Recuerdo hace unas noches —le dije al mozo tras la barra— pensé en un tipo llamado Franz Flanagan que cierto día se despertó hecho un flan. No le dio mucha importancia y se quedó tumbado blando y fofo. Así de esta forma. Por la tarde ya no era más que una suerte de natilla de carne y seso y al caer la noche se escurrió por entre las rendijas y se diluyó en la humedad de la atmósfera. Supongo que la moraleja es —bebí un trago de algo— que cuando uno se siente como un total pusilánime lo único que puede hacer es levantarse de la cama. Aunque sea para ir al bar.
*   *   *
Ha pasado tanto tiempo desde que atravesé por vez primera aquella puerta, calado hasta los huesos y lleno de frío. Perdí mi brújula un día de esos y ni con este o este sol me oriento. Esa casa junto al río fue la ruina de muchos otros antes y ahora yo soy uno. Soy mi propia bola con cadena y alguien o yo mismo ha cambiado la cerradura. Me han enseñado que toda esta oscuridad es necesaria para que nos obliguemos a encender las lámparas y por eso empiezo a aceptarla. También a veces enciendo las teas equivocadas, pero procuro estar atento, o al menos intento intentarlo. Me he prometido prometerme que no voy a volver a volver a sentir que me siento solo. También me he prometido dejar de repetirme y dejar de repetirme.
Ahora hay una voz que canturrea.

         Ché, cebá el mate y a la ventana asomate.

26.3.14

Juan.

         Juan hizo una pequeña maleta de viaje dentro de su cabeza, apenas era un hatillo con unas cuantas mudas limpias y tres pares de calcetines y aquel recuerdo pequeño que no pesaba nada. Abrió la escotilla que está justo en la cocorota (que sólo se puede abrir desde dentro) y trepó por ella con relativo esfuerzo para coronar su coronilla con tal impulso, que levitó un buen rato sobre el remolino para irse a posar de puntillas en la punta del pelo más alto, donde rebotó como si fuera un trampolín y subió y subió y llegó a donde todo queda lejos.

         El Grande Juan siguió haciendo lo que de costumbre: compraba el pan en la panadería, calentaba agua para los espaguetis, bebía cerveza en la travesía del patín y todos los etcéteras que pueden ocurrirle a uno desde que se levanta por la mañana hasta que se acuesta por la noche. Pero el Grande Juan se aburría ya de todo aquello y por eso se le olvidaban las cosas.

         Juan siguió subiendo y subiendo y viendo su vida subir sin vivir sintió miedo. Agarró las esquinas de su chaqueta para extenderla como las alas de un murciélago y así se detuvo cerca de la región de las aurículas y los ventrículos. Sístole: ¿Dónde está ella, la pieza que encaje con Juan? Diástole: Juan es uno en varios idiomas, además, seguro que ella está por ahí cerca, en la Tierra.

         El Grande Juan se sienta en el retrete un par de veces al día y lee las noticias deportivas, algo le hace cosquillas por detrás de las orejas y es que el Grande Juan sabe que debería estar haciendo lo que le gusta.

         Juan salió disparado en otra dirección y en un parpadeo se asomó por la pupila. ¡Ay, Grande Juan! —se lamentó— ¡Si es que no te puedo dejar solo ni un momento!


         Y es por eso que Juan (pero Juan Juan) fue esta mañana a la ferretería antes del desayuno; para comprar una bombilla nueva.

20.3.14

Una espiral áurea.



(…) tratábase de una espiral áurea.


Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo.
JULIO CORTÁZAR, Rayuela


tenía más sed que hambre y bebí unos cuantos tragos de cerveza mientras miraba de reojo la pizza de espinacas popeye esperando a que olivia mordiese su pedazo primero.


antes venía por aquí un tipo que ciertamente era un vago redomado. un día se despertó con el sol de mediodía entrando por una diminuta rendija en la persiana y dándole de lleno en el ojo izquierdo y decidió dormir un rato más. así pasaron tres años. cuando al fin se levantó, la barba le había crecido.  le daba pereza pasarse la gillette, así que se metió en la ducha y pensó en sus cosas bajo la alcachofa. con esas pasaron otros siete meses, y la factura del agua fue terrible.


Mi ser se encuentra un poco más leve, solo de conocerle. Cuando nuestras miradas se encontraron, rodó entre nosotros una infancia de juegos inventados, barcos de vapor y papel periódico y canicas llenas de polvo de hadas. Que ojos, que ojos tiene este inventor de palabras, tetete teletrasportan al mundo de más allá desde el más acá. Nunca me cansaré de jugar contigo hermano lemur, allá donde quiera que nuestro culo se encuentre, tendremos un hogar y una pecera llena de carpas naranjas. Con espacio para muchos más, mucho espacio, un espacio entero.


la conocí la conocí una luna nueva y nazarí con estrellas de ocho puntas joroschó sobre la nevada veleta por una bonita y despreocupada jugarreta del destino o serendipia. algo así. que fluye y fluye como la forma de escribirlo.


no fue chica la algarabía mientras yo fregaba platos con las yemas de los dedos arrugadas y las oreyas satisfechas. me dio un pálpito justo aquí en el pecho y quizás, quizás, quizás.


     WELT-SCHMERZ // del alemán; dolor que siente una persona cuerda al ver el mundo físico real tal y como es y descubrir que no es como debería ser.


La primera vez que probé una de esas naranjas urbanas fue en Lisboa. Habíamos llegado a eso de las nueve de la mañana, hora local, y después de haber caminado durante horas siguiendo el curso del Tejo y comer en un bar de Beato todos estos decidieron coger un autobús para llegar al hostal. Tiger Lily y yo preferimos en cambio seguir caminando bajo el sol para conocer un poco la ciudad y gastar algo de suela. Descubrimos que Castilho no significa lo mismo que Castelo, y que las seudo frutas que brotan de los naranjos en esas rúas son tan ácidas que la cara se te arruga hacia adentro. Aún puedo sentir el peso entre las manos de cuando ayudé a Tiger Lily a subir a uno de esos árboles para alcanzar una de esas naranjas cabronas. Se hizo heridas en las piernas y en los brazos con las ramas espinosas, pero esa sonrisa y esos ojos y cómo brillaba todo aquello no creo que vaya a olvidarlo nunca.


pensé en eso de los movimientos brownoideos y de cómo vamos pululando por la vida sin apenas darnos cuenta de que todo gira como en estagira. he visto cómo esa mosca que se parece a mí pasaba justo por aquí y al mismo tiempo aquella más bonita también y ahora me pregunto cuándo carajo volverán a cruzarse. ché, cebá el mate y a la ventana asomate


(…) y bien se piensa con descalzos pieseses.


      —Ninguna importancia —dijo Morelli—. Mi libro se puede leer como a uno le dé la gana. Liber Fulguralis, hojas mánticas, y así va. Lo más que hago es ponerlo como a mí me gustaría releerlo. Y en el peor de los casos, si se equivocan, a lo mejor queda perfecto. Una broma de Hermes Pakú, alado hacedor de triquiñuelas y añagazas. ¿Le gustan esas palabras?
JULIO CORTÁZAR, Rayuela


1.   No me puedo explicar a mí misma porque yo no soy yo, ¿se da usted cuenta?
2.   Todo el mundo crece. Usted mismo está creciendo ahora mismo.
Oh niña de frente pura
y mirada soñadora,
aunque media vida ahora
se interpone entre tú y yo,
sé que tu tierna sonrisa
acogerá con contento
y recibirá este cuento
como regalo de amor.
(…) Aún suenan en mi memoria
los ecos de su cadencia,
y ni el tiempo ni la ausencia
me los harán olvidar.
LEWIS CARROLL


un viejo sueño. la vieja idea de la que estoy enamorado. no se daba cuenta de mi presencia y yo intentaba llamar su atención y sus ojos nunca se cruzaban con los míos quelabuscabanconvehemencia y poco a poco me iba volviendo invisible y ya sólo podía poner zancadillas a la gente por la calle. tatatarareaba una canción distraído: lililí lululú. viejo y destartalado como un volkswagen escarabajo amarillo que en realidad era rojo.  algo así y una mimosa.


Todo se mueve despacio en el mundo de las flores, eso es todo.


Desperté tarde, en el número 9 de Ninguna Parte donde el buzón reza: “Deje sus cartas aquí, Sr. Cartero”, cansado pero con ganas de llenar una o dos páginas y-a-otra-cosa-mariposa. Escribí: “estamos locos, pero de diversión”, y ya no supe qué más poner. Pensé en pantanos y sauces. Pensé también en aquel cuento que quería escribir sobre la mostaza. Nadie lo ha hecho aún, creo.


¡Qué maravilloso es poder huir, convertirse en  un ser libre!
HERMANN HESSE, Siddhartha


No necesito hacer frases. Escribo, para poner en claro ciertas circunstancias. Desconfiar de la literatura. Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras.
JEAN-PAUL SARTRE, La náusea


Quiero decir que cuando el ojo está embelesado, se ven cosas de lado que luego, al mirarlas de frente, ya no se ven. Un poder del rabillo del ojo. O quién sabe.
ERMANNO CAVAZZONI, El poema de los lunáticos


—Me parece —murmuró con una escafandra invertida justo en el estómago— que madurar es ir escondiendo bien poco a poco el niño que cada uno es bajo un montón de preocupaciones y responsabilidades. Llámalo niño o llámalo pez. Me pone triste todo eso, pero contigo aquí apenas me doy cuenta y siento las burbujas en la tripa de algo que coletea por dentro. Algo vivo. Eso me encanta. Me encanta quien soy cuando estoy cerca de ti. Y hombres con peceras por barriga.


Y todo comenzó con un problema de cría de conejos.

Me gusta este sitio porque llegué un día, porque lo descubrí bien poco a poco. Puedo pararme en cualquier rincón y recordar la primera vez que estuve acá o allá y a toda la gente que he conocido por el camino que, de hecho, ye prácticamente toda la gente que he conocido. Me he criado aquí de igual manera que me he criado en otros sitios más al norte y también cerca del mar donde roncan y bostezan los cuélebres y los busgosus fuman en pipa mientras los diañus burlones aconsejan falsas rutas a los que pasan por ahí y no-me-des-pistas-que-me-despistas.


1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34…


         Hay veces que tengo tanto sueño y tengo tantos sueños que no sé ni cómo me llamo ni dónde meterme ni por qué hay asuntos sin resolver tantos años después de haber perdido el pelaje. Hay veces que alguien duerme justo en mi ventana como reflejado y pienso en si ese de verdad soy yo o es lo que quiero imaginarme que soy o es lo que quiero ser o es lo que fui o etcétera tres veces y después de una pausa, otra. Así funciona casi todo; con prisa y casi sin tiempo para respirar, pero por esta parte de aquí jugamos otro deporte, no sé si más sano como tampoco sé un ciento de cosas, o como los aguacates que al parecer engordan igual que el arequipe. Dice así: Por mucho que vivas y alto que vueles, sonrisas que regales y lágrimas que llores, todo lo que toques y todo lo que veas es todo lo que tu vida será.


cuando era chico me robaron la nariz y al rato me la sacaron de detrás de la oreja. sigo estupefacto desde entonces y a menudo pienso en ello cuando agarro el autobús. las noches en las que me cuesta dormir me gusta imaginar que desato el cordel aquí en la nuca y me quito la nariz que enseguida enrojece por la gangrena metafísica cuando la cuelgo del pomo de la puerta —que es su sitio—, así se hace algo de silencio en el ático y descanso aunque siga con una pupila encendida y puesta en la luna. otras veces discuto con la blanca y blanca página por quedarse ahí desnuda y yo sin acertar a enhebrar los ovillos hemisféricos en esta aguja doblada y obtusa que recogí un día del suelo y guardé en mi bolsillo para pincharme el dedo cuando estoy distraído. la otra tarde, sin ir más lejos, escuché tantas palabras que tuve ganas de levantarme y tirarlas por la ventana a la puta noche para que dejasen de revolverme las tonterías y hacerme parecer un saco de calcetines arrugados cuando me miro a oscuras desde el techo. ¡ay de esta loca ánfora colmada de jugos y cavilaciones, henchida de amapolas y semillas de baobab! ay de este pobre sísifo en la ladera, del atlas en mi cuello, de las amistades que son cariátides, de la eva primigenia preguntándose qué demonios había hecho.


con miviejamochilarosafabulosayjoroschó.


No supe cómo escribirlo porque fue real y apenas estoy acostumbrado a eso. Era un puzzle descomunal, un fresco renacentista, y yo me di cuenta de que cuando sea mayor quiero ser hacedor de puzzles o mimo escapista o, si eso falla, tal vez un instrumento de cuerda o un reloj. De todas formas me contentaría con ser una de esas piezas.


Santo Déjà vu. Santa espiral áurea. Santo Escher. Santo Fibonacci. Santos los girasoles. Santo. Santo. Santo. Santas coincidencias. Santas sincronías. Santos los martillos que derriban muros en Noviembre. Santos los güeyos que, estrábicos y estrambólicos, se aíslan y olvidan el contexto de la testa. Y Santa también la testa.


conocí conocí a un tipo que ye de yecla que hizo cumbre en un volcán en chile; y luego dicen que la vida no es literatura.


El programa arrancará después de la publicidad.